No solo sintió un temblor que nadie sintió, también Peña Nieto un día regresó de la muerte
Son muchas las historias que se cuentan entorno a la vida del expresidente Peña Nieto, solo muy pocas son verificables. Aquí una narración de la vez que Enrique Peña Nieto regresó de la muerte, una historia contenida en el libro “Jaque a Peña Nieto” de J. Jesús Lemus
Eran los días de la Semana Santa de 1967. La ola de calor era sofocante, recuerda María Eugenia Bonilla, quien trabajaba como enfermera en la clínica del Centro de Salud de Atlacomulco, en el Estado de México. Se acuerda con particular lucidez aquella época, porque fue el año en que más niños murieron de deshidratación. Refiere que en ese año le tocó ver morir a por lo menos medio centenar de niños, entre recién nacidos y los que ya casi cumplían los cinco años.
Hoy, a sus 79 años de edad, en lo difuso de su memoria, María Eugenia Bonilla rescata un recuerdo: el de un niño, que a finales de marzo —entre los días 19 y 26 de ese mes, que fue cuando cayó la Semana Santa de dicho año—, luego de llegar clínicamente muerto al Centro de Salud, fue reanimado. El hecho se le quedó grabado a la enfermera no sólo por haber ayudado en la resucitación manual, sino porque aquel niño era el primogénito de un matrimonio de alcurnia en Atlacomulco, el de Gilberto Enrique Peña del Mazo y María del Perpetuo Socorro Ofelia Peña Sánchez, ambos descendientes de una dinastía política de renombre en esa región.
Gilberto Enrique Peña del Mazo era reconocido, más que por ser un ingeniero que tenía a su cargo los programas de electrificación del gobierno estatal en la zona, por ser nieto de Severiano Peña, el cacique político de la región de Acambay-Atlacomulco, quien, además de haber gobernado a la fuerza cuatro veces el municipio de Acambay —en 1914, 1916, 1921 y 1923—, era famoso por haber encabezado el arrebato de terrenos ejidales a diversos grupos campesinos, lo que finalmente fue la causa de su asesinato, ocurrido en 1925.
Por su parte, a María del Perpetuo Socorro Ofelia Peña Sánchez la conocían ampliamente en Atlacomulco. Era hija de Constantino Enrique Nieto Maciel, que había sido alcalde de esa localidad entre 1953 y 1954. Un tío materno de María del Perpetuo Socorro era Salvador Sánchez Colín, gobernador del Estado de México de 1951 a 1957, lo que hacía que a ella se le considerara parte de la realeza política.
Por eso, María Eugenia Bonilla guardó en la memoria aquel episodio de su vida laboral como enfermera. No era común que las familias acaudaladas, como el naciente matrimonio de Gilberto Enrique y María del Perpetuo Socorro, acudieran a la clínica del Centro de Salud de esa localidad, que estaba prácticamente reservada para las clases menos pudientes. “Fue la emergencia de salud de su primer niño lo que, sin duda, hizo que la señora Coco llegara a la clínica”, cuenta la enfermera.
María Eugenia todavía recuerda algunos detalles de aquella escena, que —dice— quedó grabada a cincel en su cabeza: la madre llegó llorando desesperada a la pequeña recepción del Centro de Salud. La acompañaba una muchacha —posiblemente la trabajadora doméstica de la familia—, que se veía más angustiada que la propia madre, quien llevaba al niño “como si fuera un hilacho entre sus manos”. A gritos pidió ayuda. Decía que su niño no respiraba y que estaba ardiendo en fiebre.
María Eugenia, entonces de 25 años de edad, cuenta que tomó al niño entre las manos. A primera vista comprendió que el pequeño ya había muerto: los labios se le habían amoratado, tenía las pupilas completamente dilatadas y no mostraba ningún signo vital en el tórax ni en el pulso. Aún se sentía temperatura en el cuerpo, pero ella lo atribuyó a la resolana del mediodía y a la conservación térmica que le brindaba la cobijita en la que iba envuelto. Sin darles ninguna explicación, dejó a las dos mujeres llorosas en la sala de espera.
Con el niño en brazos, la enfermera corrió hasta el área de urgencias. Lo puso en la única camilla de auscultación con la que contaba la clínica. A sabiendas que aquel niño ya estaba muerto, hizo un último intento: lo desanudó y solicitó la ayuda del doctor encargado de la unidad médica. Sin pensarlo, comenzó a aplicar la técnica de reanimación cardiopulmonar (RCP). No recuerda cuántas veces le oprimió el pecho al niño ni cuántas le suministró ventilación vía oral.
María Eugenia tampoco recuerda cuánto tiempo pasó intentando reanimar al niño muerto. Pero sí que, de pronto, sintió que el tórax de su paciente se expandía, a la vez que las manos de su compañero, el doctor José Luis López, la sujetaban por los hombros. Ella dio un paso atrás y dejó al niño en manos del doctor, quien continuó con una serie de maniobras médicas. Le aplicaron medicamentos vía intravenosa.
Tras colocarle un intubamiento nasal, el niño fue llevado a una cuna, donde permaneció hasta que se estabilizó su frecuencia cardiaca.
—Este niño es especial —le dijo el doctor a la enfermera, mientras escribía en una hoja las instrucciones médicas—. Pocos luchan tanto por vivir. Este niño va a ser alguien muy importante.
María Eugenia relata que estaba tan complacida por haberle salvado la vida a aquel niño, que ni siquiera tomó en cuenta las palabras de su compañero médico. Se limitó a asentir con la cabeza, mientras cubría al niño con unas sábanas para que mantuviera el calor corporal. Lo canalizó con una solución salina y salió a dar la buena noticia a las dos afligidas mujeres que se mantenían abrazadas en la sala de espera.
La enfermera se dirigió por su nombre a la madre del niño. La conocía porque aquella mujer, además de garbosa, para nadie pasaba inadvertida por su linaje político. Le informó que el niño se mantenía estable, pero que aquella clínica no contaba con los recursos suficientes para asegurarle una buena condición de salud. Fue María Eugenia quien le recomendó a la madre trasladarlo a un hospital de especialidad para una mejor atención.
El diagnóstico del médico fue que aquel niño de apenas ocho meses había sufrido un shock anafiláctico por algún medicamento suministrado. En primera instancia se le diagnosticó una enterocolitis como el padecimiento principal que afectaba la salud del pequeño. La madre le refirió a la enfermera que, efectivamente, el niño ya tenía más de tres días con diarrea y vómito, y que lo estaba atendiendo el médico de la familia.
La enfermera insistió en que el niño debía ser trasladado a un hospital de alta especialidad, recomendación que la madre aceptó. En menos de una hora, una ambulancia de la Cruz Roja, dispuesta por el gobierno municipal de Atlacomulco, ya estaba a las puertas del Centro de Salud. Detrás de los paramédicos llegó Gilberto Enrique Peña, el padre del niño, quien supervisó su traslado a un hospital de Toluca.
Después de ese episodio, María Eugenia no volvió a tener conocimiento de la salud de aquel niño. Supo que se había salvado porque en varias ocasiones llegó a ver a Gilberto Enrique y a su esposa María del Perpetuo Socorro mientras paseaban felizmente con su hijo en la plaza principal de Atlacomulco o participaban en celebraciones religiosas en el templo del Señor del Huerto, “el santo patrono de la localidad, del que la señora Coco era fiel devota”.
Cuenta María Eugenia que una familia así no pasaba inadvertida en el Atlacomulco de la década de los sesenta: “Don Gilberto era un hombre serio, pero muy amable. Nadie podría decir que fuera una mala persona. Saludaba a todo el mundo. Hablaba poco. Pero todos lo tenían en buena estima porque se sabía de su trabajo, que consistía en llevar la electricidad a las colonias más pobres”.
De la señora María del Perpetuo Socorro sólo se hablaban cosas buenas: “Era catequista en el templo del Señor del Huerto y ayudaba a mucha gente para que sus hijos hicieran la Primera Comunión o fueran confirmados en la fe católica en ceremonias colectivas. A veces ella hacía colectas o kermeses para recabar fondos y con el dinero que obtenía ayudaba a los más pobres para que sus hijos vistieran de gala en la Primera Comunión o en la Confirmación”.
De modo que cuando aquel matrimonio salía a pasear o asistía a misa siempre se distinguía. Desde lo lejos, sin tener ningún tipo de relación con la familia, salvo el recuerdo de haberle salvado la vida al primogénito de Gilberto y María del Perpetuo Socorro, María Eugenia vio, igual que muchos otros atlacomulquenses, cómo fue creciendo aquella familia: al principio nada más era el primogénito que iba tomado de la mano de sus padres; después, otro niño hacía que la pareja se desviviera en amores; luego otra niña, y otra más.
No fue sino hasta que pasaron muchos años, a mediados de 2003, al mirar en un gallardete publicitario la imagen del apuesto joven que aspiraba a ser candidato a diputado local por el Distrito XIII del Estado de México, con cabecera en Atlacomulco, cuando María Eugenia Bonilla trajo a su mente aquellas palabras que le escuchó a su compañero médico tras reanimar al pequeño dado por muerto: “Este niño va a ser alguien muy importante”.
En efecto, aquel niño que volvió de la muerte era Enrique Peña Nieto, ese joven apuesto que aspiraba a ser y fue diputado, el que más adelante sería gobernador del Estado de México, el que finalmente se convertiría en presidente de la República.