Cómo el Poder Judicial se convirtió en un Cártel
El Poder Judicial en México, hasta donde nos alcanza la luz del razonamiento, a causa del secuestro del que es objeto ha dejado de operar socialmente; se ha convertido en un instrumento al servicio de las elites y de los grupos sociales y políticos que se consideran dueño de México, que cada vez -más rapaces-, insisten en medrar con el uso del derecho para adueñarse de la justicia

La ministra Norma Lucía Piña Hernández rinde protesta como la primera mujer presidenta del Poder Judicial de la Federación. Foto: Archivo EL UNIVERSAL
Por. J. Jesús Lemus
Al más puro estilo de las organizaciones criminales, como si se tratara de un cártel, así opera el Poder Judicial en México. No es fortuito. Eso es producto de las complicidades que -en las últimas décadas- se han tejido al interior del tercer poder de la República, en donde los poderes fácticos se han acomodado para imponer su imperio.
Pareciera que el Poder Judicial ha sido secuestrado y ello lo ha convertido en una cofradía de letrados, hombres y mujeres, que se olvidaron de la más alta encomienda de impartición de justicia, solo para entregarse a la defensa de intereses particulares, a veces propios a veces ajenos, siempre alejados de lo constitucional.
Contrario a la visión oficial de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) y del Consejo de la Judicatura Federal (CJF), los dos principales órganos directivos del Poder Judicial Federal, que refieren un compromiso de impartición de justicia sin distingos, expedito y cada vez más cercano a la gente, desde a ras de la calle y al amparo del periodismo de investigación se observa lo contrario:
El Poder Judicial en México, hasta donde nos alcanza la luz del razonamiento, a causa del secuestro del que es objeto ha dejado de operar socialmente; se ha convertido en un instrumento al servicio de las elites y de los grupos sociales y políticos que se consideran dueño de México, que cada vez -más rapaces-, insisten en medrar con el uso del derecho para adueñarse de la justicia.
Como si en México no hubiera más que robar o como si el milenario robo de los recursos y el territorio no se hubiesen consumado a plenitud, los poderes fácticos, ese sector neoliberal y conservador de la sociedad que al margen de las instituciones ejerce presión para inclinar la gobernanza a su favor, ahora no solo influyen sino que -vía el asalto- se han apropiado de las decisiones del Poder Judicial, y con ello también se ha adueñado de la justicia, el último refugio de igualdad que legalmente persiste entre las disparejas clases sociales que coexisten en el país.
En como una organización criminal
En un México donde el día a día se imbuye en el argot de la criminalidad, como si fuera parte de una herencia no reclamada pero a la fuerza otorgada, brota naturalmente la necesaria analogía imaginativa para entender al Poder Judicial como un poder fallido dentro de la República:
El Poder Judicial, en términos generales, hoy opera como si se tratara de una organización criminal más, como una de las tantas que perviven en el México surrealista medrador del pueblo. Solo que esta “organización” no opera desde la clandestinidad ni sus miembros usan uniformes de faena, ni portan armas con sus carrilleras, ni andan a salto de mata.
En lo que bien se podría nombrar el Cartel Judicial se cambiaron las casas de seguridad por juzgados, los centros clandestinos de mando por lujosas oficinas, los uniformes de faena, armas y carrilleras, por togas, jurisprudencias y amparos, y todos los juzgadores caminan empoderados, intocados, sin ser molestados o cuestionados por la opinión pública. A manera de organización criminal el Cartel Judicial está presente en todo el territorio nacional, bajo un mando directriz denominado Suprema Corte de Justicia de la Nación y una jefatura de control a la que se le conoce como Consejo de la Judicatura Federal.
El resto de la “organización” opera a manera de células que mantienen el control en cada uno de los órganos jurisdiccionales que operan en los circuitos y distritos judiciales, controlados como si se tratara de plazas.
La Prensa corrupta, cómplice
El silencio ominoso de la prensa mexicana, cada vez más cercana al poder político, definido en sus facciones como una izquierda mal dibujada y una derecha totalizadora, pero que en sus extremos se tocan por la inercia del gen de la corrupción, no ha sido capaz de exponer el grado de putrefacción en el que se encuentra inmerso el Poder Judicial.
Ese tema no se ha expuesto desde los medios de comunicación, por la hermandad que siempre enraíza la corrupción entre todos los poderes donde se hace presente. Ha tenido que ser, desde el púlpito presidencial, la clase política la que, aun sin desvelar certeramente los signos de la corrupción dentro del Poder Judicial, ha planteado la necesidad de un nuevo paradigma para ese poder federal.
En el nuevo paradigma que plantea la operación del Poder Judicial de la Federación, no es descomunal atribuirle, en términos generales, una autoría criminal. Sobre todo si entendemos que criminalidad es el conjunto de actos antisociales que se cometen por uno o varios actores contra la colectividad.
En este caso, como quedará asentado a lo largo del libro “El Cartel Judicial”, son algunos de los propios Ministros, Magistrados Jueces y Secretarios de Juzgado, los que, haciendo un uso faccioso e interpretativo del marco jurídico, causan a la sociedad mexicana tanto o más daño que la criminalidad vulgar, al manipular la Constitución, los Códigos y los Reglamentos -las leyes en general-, para torcerlas a favor de sus intereses y con ello convertir los cánones en cañones, en verdaderas armas de daño masivo.
Juces criminales y Magistrados delincuentes
Bajo ese principio, tampoco es desproporcionado referir que el actual comportamiento antisocial que se observa por parte de algunos funcionarios de mando dentro del Poder Judicial de la Federación, con su manipulación facciosa de las leyes, para satisfacer intereses insanos, a veces contra particulares a veces contra el bien común, siempre alejados de la justicia, bien podría calificarse como crímenes de lesa humanidad, sobre todo si tomamos en cuenta lo que establece el artículo 7 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, que a la letra refiere que se entenderán como crímenes de lesa humanidad aquellos actos “que se cometan como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”.
Los ataques “generalizados o sistemáticos” del Poder Judicial hacia la población mexicana son conscientes por parte de los juzgadores, y se pueden considerar como tales –por ejemplo- cada vez que se trata de la emisión de amparos que se otorgan a empresas y capitales que se comen el territorio en busca de los últimos recursos naturales y que dejan en la orfandad a las comunidades tutoras naturales de esos bienes, o cuando –aun sabiendo que es prevaricación- se dictan sentencias condenatorias a personas inocentes que alimentan la voraz maquinara creadora de delitos -que sigue operando en la Fiscalía General de la República (FGR) y en todas las Fiscalías Estatales-, o cuando simplemente el sistema judicial se mantiene ciego, impasible, ante los reclamos de justicia que surgen desde cualquiera de los rincones del país.
Estos ataques generalizados contra la sociedad mexicana, representados en la mala actuación de los juzgadores, no son limitativos del Poder Judicial en su esfera federal. Los mismos vicios se replican en los Poderes Judiciales de los 32 estados que integran el Pacto Federal.
No hay un solo Poder Judicial en ninguna de todas las entidades del país que pueda decirse a salvo del secuestro -por parte de los poderes facticos- de sus juzgadores. Ningún Poder Judicial Local se encuentra ajeno a vicios institucionales como la corrupción, la falta de rendición de cuentas, los dorados privilegios, la opacidad financiera, el nepotismo, el torcimiento de las leyes y la protección entre iguales para la comisión de injusticias a través del uso del derecho.
El Cartel Judicial, como bien podría llamarse a esta clase social que ha surgido aparte y en la que muchos de los funcionarios del Poder Judicial Federal se han convertido, luego de ser elevados a Ministros, Magistrados, Jueces y Secretarios de Juzgados, puede ser tan letal como el más violento de los grupos delictivos; una sentencia a modo –infundada, a la ligera, sin elementos de prueba, con pruebas viciadas o para satisfacer intereses personales- puede llegar a ser peor que la muerte.
La muerte es rápida e inmediata, pero una sentencia injusta se vive y duele cada minuto de cada día que se pasa purgando en prisión. Una sentencia sin pruebas, sin estudio y sin razón puede a veces ser más dañina que una ráfaga de un rifle Ak-47. Hay quienes han sobrevivido a la ráfaga de un rifle, y hay quienes han muerto en prisión a causa de una sentencia injusta.
No alcanzarían un mar de tinta ni un océano de papel para plasmar aquí las decenas, cientos de testimonios recabados a lo largo de este trabajo de personas privadas de su libertad, muchas de ellas todavía en prisión, que refieren cómo comenzaron a morir lentamente cuando frente a la rejilla del juzgado escucharon la sentencia condenatoria de años, dictada por un juez al que nunca conocieron y el que nunca escuchó sus alegatos, más aun, que torció la ley a su modo para dictar lo que a su conveniencia quiso, sin importar el debido proceso.
Actos de prevaricación
El dolor de una sentencia injusta dictada por un juez de encomienda, es uno de los más grandes dolores que nadie quiere ver ni escuchar en primera persona. Una sentencia injusta es siempre la evidente reafirmación del Estado Fallido. Por eso el Legislador consideró las sentencias injustas como un atetado al orden establecido. Por eso las sentencias injustas son consideradas un delito cometido por los servidores públicos. Al menos así queda establecido en el Articulo 225, párrafo VI, del Código Penal Federal.
Si tuviéramos que cualificar la fiabilidad del Estado mexicano en función de sus sentencias emitidas y apegadas a lo que los jueces llaman el principio de legalidad y certeza, respetando el Estado de Derecho, que no es otra cosa que el principio de gobernanza por el que personas, instituciones públicas y privadas y el propio Estado, incluyendo el Poder Judicial, estamos sometidos a las leyes, tendríamos que comenzar por reconocer, sin apasionamientos de ningún tipo, que el principal problema de la impartición de justicia, es la subjetividad con la que los juzgadores entienden la ley para su aplicación.
Por el propio carácter natural de lo subjetivo, la subjetividad es imposible de medir. Con tantos mecanismos de medición que hoy día precisan las ciencias sociales, no existe uno solo con el que en México se pueda establecer algún tipo de parámetro para cuantificar las percepciones y los argumentos que fundamentan el punto de vista de un sujeto –en este caso el juez-, y que a final de cuentas le mueven poderosamente para sentenciar un asunto legal influido solo por sus intereses y deseos particulares. Por eso es imposible medir el carácter subjetivo con el que están elaboradas todas las sentencias.
La subjetividad con la que actúan los juzgadores del Poder Judicial es innegable. Pero si pretendemos establecer al menos un punto de entendimiento para dimensionar la grave crisis en la que se encuentra el Poder Judicial, solo tomemos un punto de referencia para que los datos hablen por si mismos:
en una estimación resultante de la revisión de sentencias penales emitidas en primera instancia por los jueces federales de los estados de Michoacán, Jalisco, Estado de México, Veracruz, Sonora y Chiapas, se revela que en promedio de cada 230 sentencias dictadas en primera instancia, solamente una (0.4 por ciento) de ellas no causa apelación.
Es decir, de cada 230 sentencias resueltas, en promedio 99.56 por ciento de ellas, un total de 229 sentencias, están marcadas por la inconformidad de al menos una de las dos partes actuantes dentro de un litigio, las que por el solo hecho de la apelación están manifestando su desacuerdo con la forma en que el juzgador observó la ley y la torció a favor de sus propios intereses y deseos personales.
Otros poderes judiciales…
Si bien es cierto que la aplicación de la justicia no debe necesariamente dejar conformes a las partes actuantes dentro de cualquier litigio, también resulta que el nivel de apelaciones que se registran en el sistema judicial mexicano, es por mucho mayor a los niveles de inconformidad que se registran en otros poderes judiciales de otras partes del mundo.
Veamos unos breves datos de nuestra región americana; en Guatemala, por ejemplo, de cada 100 sentencias penales, solamente 78 de ellas van a la apelación. En el Salvador, de 100 sentencias penales emitidas solo 86 de ellas se encausan por la parte afectada para ser revisada por una instancia superior. En Honduras, solo 59 de cada 100 sentencias emitidas son las que se tramitan en la apelación. En Colombia, de cada 100 sentencias emitidas, un promedio de 90 de ellas son remitidas a la apelación, mientras que en Perú, las cifras con casi iguales a las de Colombia: el 89 por ciento de las sentencias de primeras instancia recurren a la revisión de un tribunal de alzada. En Estados Unidos, en cifras generales, solo el 43 por ciento de las sentencias penales son remitidas por cualquiera de las partes en litigio para ser revisadas por una instancia superior.
El hecho de que en promedio 99 de cada 100 sentencias que se emiten en la primera instancia dentro del Poder Judicial Mexicano se tengan que ir a la apelación en un tribunal superior, no es ni siquiera una cuestión de derecho que le asiste a los inconformes con el actuar del juez de primera instancia.
Es más bien una manifestación de desconfianza que se tiene con el juzgador inicial, primero por la subjetividad con la que el juez observa la ley, y después por la serie de vicios que se han arraigado en todos los juzgados, donde el principal de esos vicios es la corrupción.
Sin duda alguna, entendiendo a la corrupción como el principal lastre que afecta al Poder Judicial para llegar al estado de secuestro en el que se encuentra, hay que destacar que ese fenómeno reinante en las instancias administradoras de justicia en México no es tanto que los jueces resuelvan asuntos en función de un pago recibido, que es una situación que sí se registra en muchos de los juzgados de distrito del país, y si bien ese hecho es un grave problema, eso no es generalizado dentro del Poder Judicial.
Lo que sí es casi generalizado, y también es corrupción, es que por la subjetividad la mayoría de los jueces, magistrados y ministros emiten sentencias solo en función de sus propios intereses, filias y convicciones, lo que les termina alejándoles de la quimérica e idílica “aplicación de la justicia sin distingos”.
Y sobre esto no hay poder humano y mucho menos legal que obligue a un juez, a un magistrado, a un ministro, al buen comportamiento social. Todo cae en el terreno de la moralidad, que es todo y es nada la vez. Otra vez, todo depende de la subjetividad.
Ellos mismos, los miembros del Poder Judicial en México se han procurado un marco jurídico en el que no se les exija nada objetivo en torno a la ejecución de su trabajo y que más bien todo quede en el ámbito de la subjetividad, de la interpretación, del criterio propio, para poder llevar a cabo su encomienda de juzgadores, aun cuando esa encomienda signifique imperar, como un dios, por encima de muchas vidas.
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