¿Por qué mataron al Gato Félix? A 37 años de su muerte, esto se sabe
Sobre el asesinato de “El Gato Félix” poco se sabe. No se ha indagado más profundamente de lo que las autoridades ministeriales dieron a conocer: una venganza de Jorge Hank Rhon contra el periodista fue lo que llevó al gatillero Antonio Vera Palestina a asesinar al que entonces era la estrella reporteril del periódico Zeta de Tijuana, el que dirigía Jesús Blanconerlas

Por. J. Jesús Lemus
Se va a cumplir un aniversario más del asesinato de Héctor Félix Miranda, “El Gato Félix”, uno de los reporteros mas incisivos, que resaltan en la lista de periodistas ejecutados en México. Cada 20 de abril se recuerda cómo en el año 1988 el “Gato Félix” fue abatido por sicarios enviados por el empresario Jorge Hank Rhon.
En este 20 abril ya se cumplen 37 años del asesinato de Héctor Félix Miranda. Su asesino, Antonio Vera Palestina, el que cumplió una sentencia de 25 años de prisión, la mayor parte de esos años dentro de la cárcel de Puente Grande, ya también falleció. El ejecutor de “El Gato Félix´” murió de muerte natural el 28 de diciembre del 2023.
Sobre el asesinato de “El Gato Félix” poco se sabe. No se ha indagado más profundamente de lo que las autoridades ministeriales dieron a conocer: una venganza de Jorge Hank Rhon contra el periodista fue lo que llevó al gatillero Antonio Vera Palestina a asesinar al que entonces era la estrella reporteril del periódico Zeta de Tijuana, el que dirigía Jesús Blanconerlas.
Yo -el que estas letras escribe- conocí a Antonio Vera Palestina. Lo encontré cuando en el módulo ocho de sentenciado, de la cárcel federal de Puente Grande, allí coincidimos. Yo fui llevado hasta esa cárcel en medio de un proceso amañado que desde el poder confabularon Genaro García Luna y Felipe Calderón.
En muchas ocasiones traté, en mi condición de preso-reportero, de conocer la verdad del asesinato del Gato Félix. Yo buscaba que ese pasaje histórico de la violencia contra periodistas fuera contado en boca de uno de sus ejecutores. Pero, el asesino confeso de “El Gato Félix”, Antonio Vera Palestina nunca quiso hablar.
En una ocasión en que le insistí a Vera Palestina para que me contara cómo fue el asesinato de “El Gato Félix”, destempladamente terminó por amenazarme de muerte si yo seguí insistiendo sobre el tema. Vera Palestina me ordenó que no siguiera buscando historias para contra dentro de la prisión. Él sabía mi condición de preso-reportero y eso le molestaba hasta el hartazgo.
Por consejo de Humberto Rodríguez Bañuelos, “La Rana”, ya no insistí en pedirle una entrevista a Antonio Vera Palestina, pero sí pude horadar la muralla de silencio gracias a uno de los hombres que le cuidaban las espaldas, al que me acercó el propio Rodríguez Bañuelos no sin antes pedirle que me relatara el asesinato de Héctor Félix Miranda:
“Cuéntale cómo fue la historia para que se le quite la comezón a este periodista”, fue la recomendación con que La Rana me presentó a Saúl Lagunas, un sicario del cártel de Tijuana que estaba purgando una sentencia de 752 años, acusado de 37 homicidios.
Saúl, “El Grandote”, me miró desde arriba. Era un niño en el cuerpo de un hombre robusto que no pasaba de los 45 años. Los músculos marcados en su cuerpo hablaban de su afición por el ejercicio. Sus brazos eran dos mapas de tatuajes donde resaltaba una Virgen de Guadalupe con expresión de tristeza. En su cuello se asomaban unas letras góticas. Eran los nombres de Ismael y Gabriel, sus hijos gemelos que para entonces (en el 2011) tenían 21 años, los mismos que él llevaba en el presidio.
Sonrió cuando le pedí que me contara los secretos de Vera Palestina. Volteó a todos lados y sentí que el temor le borraba la sonrisa. Me miró fijamente. Movió la cabeza, no en actitud de negación, sino de resignación. En la cárcel hasta las paredes escuchan. Por eso me advirtió del riesgo de muerte en el que estaríamos.
Lo pensaría, no por él —me dijo—, sino por los favores que le debía a “La Rana”, pues cuando llegó a Puente Grande lo acogió como a un hijo. Lo cuidó por mucho tiempo y se hizo cargo de la manutención de su esposa e hijos por casi cinco años.
A los tres días de aquella plática, mientras estábamos en el patio, Saúl me hizo una seña. Cuidaba a distancia a Vera Palestina y me pidió que me sentara a su lado. Comenzó a hablar como todos los presos: sin mirar a los ojos, moviendo lo menos posible los labios y evitando que el viento se llevara sus palabras.
Comenzó a contar su propia historia. Me habló de cuando, apenas con 16 años, ante la pobreza que había en su casa optó por salir a la calle a buscar trabajo de lo que fuera. Decidió dejar la secundaria para dedicarse a ser “coyote”. Su primer trabajo fue cruzar a dos guatemaltecos que encontró rondando por el mercado de Tijuana. Los observó y les ofreció llevarlos del otro lado de la frontera por 500 dólares cada uno.
La carrera delincuencial de Saúl subió en espiral. Tenía unos meses trabajando como pollero cuando un comando al servicio del cártel de los Arellano Félix lo levantó. Estaba por pasar hacia Estados Unidos a 11 centroamericanos que tenía en el hotel Bella Vista y había salido a buscar algo de comida para ellos, cuando una camioneta le cerró el paso.
Cinco hombres armados se lo llevaron. Estuvo en una casa de seguridad durante cinco días. Al sexto lo llevaron a hablar con el jefe del grupo, quien le explicó que no podía seguir trabajando como hasta entonces. Saúl le ofreció un porcentaje de sus ganancias, pero la oferta fue rechazada. El jefe de aquella célula le dio dos alternativas:
Dejar de trabajar “y descansar para siempre”, o hacerlo para el Cártel de Tijuana. Lo dejarían seguir cruzando la frontera, pero en cada viaje hacia Estados Unidos llevaría un paquete con 10 kilos de cocaína. Le dejarían la utilidad por el paso de indocumentados y le darían 1 000 dólares por transportar la droga.
A los dos meses de su reclutamiento para el Cártel de Tijuana le reasignaron sus tareas. Ya no cruzaría hacia el lado estadounidense. Sin adiestramiento de ningún tipo le entregaron un fusil de asalto AK-47 y le ordenaron que buscara a dos hombres para un trabajo:
Tenía que ejecutar a dos personas que no quisieron ajustarse a las reglas de la organización. Aunque tenía miedo —admitió— no pudo negarse a obedecer al jefe de la célula, a quien sólo conoció por su apodo o clave de León. Después llegó a las afueras de un burdel y esperó a que sus víctimas salieran. Sin mediar palabra abrió fuego contra los dos señalados y se retiró del lugar con el corazón a punto de salírsele del pecho.
La sensación después de la doble ejecución fue de completo placer. Primero la adrenalina le hizo reclamar unos tragos de whisky, después sintió un deseo sexual que no había conocido nunca a su corta edad. Luego sobrevino un estado de tranquilidad que no supo describir más allá de la analogía “de estar flotado en una nube”.
Durmió casi 24 horas seguidas. Al despertar ya era otro. Se sintió con poder para hacer lo que quisiera. El bautizo de sangre se lo confirmó el jefe de la célula cuando lo invitó a sentarse con él para felicitarlo por “el trabajo”, poniendo frente a su cara una botella de coñac, dos bolsas con cocaína y un fajo de billetes que contenía 10 mil dólares.
Después vinieron otros encargos. Su función principal en el Cártel de Tijuana era mantener esa ciudad libre de miembros de otros cárteles que pretendían introducir drogas hacia Estados Unidos sin realizar el debido pago de piso que impusieron los hermanos Arellano Félix desde finales de la década de los ochenta.
Así, Saúl conoció a Antonio Vera Palestina, cuando éste ya era parte del equipo de seguridad del Hipódromo Agua Caliente, propiedad de Jorge Hank Rhon, para el que también trabajó una temporada.
Aparte de mantener a Tijuana libre de otros cárteles, “El Grandote” hacía contacto con policías de todas las esferas, así como militares, para incluirlos en las actividades criminales o al menos comprar su discreción. Los Arellano Félix pagaban una nómina superior a tres millones de dólares para mantener la complicidad de las corporaciones policiacas y del ejército. Los oficiales que se negaban al soborno simplemente eran asesinados por el comando que estaba a cargo de Saúl.
Él no llevaba la cuenta de las ejecuciones que había realizado por encargo del cártel. La pgr le atribuyó 37 homicidios, principalmente de policías. En su pierna izquierda llevaba tatuado el apodo que él se había puesto: el Mata Policías. Le gustaba presumir esa leyenda como un símbolo de su estatus entre la población carcelaria.
Cuando se autorizaba la práctica deportiva, saltaba con su short a la cancha mostrando aquel tatuaje que se había hecho durante sus primeros días de reclusión en la cárcel de El Hongo, en Tijuana. Sólo a veces, por un falso pudor de los oficiales de guardia, Saúl era reconvenido para que usara pantalón largo al hacer deporte para que no se viera la leyenda, más intimidatoria que ofensiva para algunos vigilantes.
Tras resumir su propia carrera como introducción, el Mata Policías comenzó a contar la historia de Antonio Vera Palestina y las razones que lo llevaron a dar muerte al periodista Héctor Félix Miranda, columnista y subdirector de prestigiado semanario Zeta de Tijuana. Entre tanto, no perdía de vista al actor principal de aquella historia.
Su mirada lo seguía mientras zigzagueaba con el balón de futbol entre sus pies. El miedo con el que relató lo que sabía era evidente cada vez que Vera Palestina volteaba hacia donde platicábamos, ya que Saúl se callaba abruptamente, como si creyera que su jefe nos podía escuchar con los ojos.
El asesinato del Gato Félix —en la versión del Mata Policías, como también lo sostuvo luego el periodista Jesús Blancornelas— se ordenó en el despacho de Jorge Hank Rhon, hijo del profesor Carlos Hank González, uno de los políticos priístas más importantes de las últimas décadas en México. A pocos les hubiera interesado matar a un periodista si éste no fuera tan incómodo como “El Gato Félix”.
Desde su columna “Un Poco de Algo” Félix Miranda insistía en señalar el halo de corrupción y de negocios sucios que se gestaba en torno de la figura empresarial de Jorge Hank. El periodista era incisivo en sus investigaciones y se encaminaba a descubrir el trasiego de armas que un grupo de empresarios cercanos a Hank Rhon realizaba desde Tijuana para enviarlas a grupos del crimen organizado que a mediados de los ochenta se estaban formando en estados como Michoacán y Guerrero.
Un punto de enlace en ese entramado —como lo consignaba el propio Gato— eran los gobiernos del Estado de México, donde la policía de los sucesivos gobernadores priístas Alfredo del Mazo González, Alfredo Baranda García y Mario Ramón Beteta, se encargaban de conectar a los proveedores con los compradores del armamento.
Las pistas que obtuvo el Gato Félix lo acercaron a la posibilidad de poner al descubierto una de las rutas más importantes para el ingreso de armas de Estados Unidos a México. Basó sus investigaciones en la sospechosa bonanza del hipódromo Agua Caliente, que no tenía actividad comercial ni registraba una sola carrera de caballos en varios años.
Por eso, como primera medida para evitar el escándalo que acarrearía graves consecuencias al entonces gobernante del PRI, Hank Rhon decidió sobornar al periodista. El encargado de hacerle la primera oferta fue el propio Saúl, quien fracasó por lo menos en tres intentos.
Comenzó tentándolo con un millón de dólares por su silencio. Tras su negativa, le subió a tres millones de dólares, pero Félix Miranda volvió a negarse. La tercera vez que Saúl buscó el contacto con el Gato Félix tenía a su disposición siete millones de dólares.
Tras el fracaso de Saúl, se encargó del asunto el jefe de seguridad de Jorge Hank Rhon, quien le llegó a ofrecer hasta 10 millones de dólares para que dejara de señalar la corrupción del entorno de Hank, pero la postura del periodista fue la misma.
Félix Miranda insistió en no venderse y hasta dejó entrever la intención de hacer públicos los intentos de soborno. Eso podría haber hecho que en el primer círculo de “asesores” del empresario Hank Rhon cundiera el nerviosismo y se diera la orden de matar al periodista antes de que hiciera pública la red de distribución de armas que sólo el gobierno federal no veía, porque en la PGR nunca hubo una línea de investigación al respecto.
La gente de Hank comenzó a seguir al periodista para ubicar el mejor lugar y momento de la ejecución. Desde el principio la tarea fue encomendada a Vera Palestina, a quien desde la administración del hipódromo Agua Caliente se le asignó un equipo de cinco personas.
Pese a la sentencia que dictó contra Félix Miranda, Hank Rhon siguió ostentándose públicamente como amigo no sólo del Gato sino también del director del semanario Zeta, Jesús Blancornelas, con quienes todavía se reunió dos veces a tomar un café.
El 20 de abril de 1988, a las ocho y media de la mañana, Héctor Félix Miranda salió de su casa. Volteó a los dos lados de la calle antes de subir a su camioneta para ir a las oficinas del semanario. No dio importancia a los dos hombres y cuatro mujeres que a más de 100 metros parecían esperar el paso del transporte público. Encendió el motor y prendió la radio para escuchar las noticias.
Enfiló por las calles de Tijuana, seguramente pensando en la edición que estaba a punto de cerrar. Los sicarios iban en dos vehículos a marcha lenta: eran un Trans Am y una camioneta pick up, ambos negros. En cada auto, tres hombres. En el primero iba el chofer, Vera Palestina como copiloto y en el asiento de atrás un policía municipal de Tijuana llamado Victoriano Medina Moreno.
El Trans Am circuló por calles aledañas a aquella en la que transitaba el Gato Félix. La camioneta lo siguió aproximadamente a 50 metros, dando detalles por la frecuencia del radio sobre los movimientos de su presa. En el Trans Am reinaba el silencio. Una llamada de Vera Palestina en la que sólo dijo “ya está” fue lo único que se escuchó antes de las detonaciones.
El Trans Am se atravesó sobre la avenida y la camioneta bloqueó cualquier posible retroceso de la camioneta de Félix Miranda. Vera Palestina bajó del auto y Victoriano Medina lo siguió.
Los dos sicarios se acercaron por el lado del conductor. Ambos portaban escopetas recortadas calibre .12. Como por instinto, Félix Miranda se reclinó sobre su lado derecho para quitarse de la vista de los asesinos. Fue en vano. Los dos disparos a corta distancia llamaron la atención de un hombre que pasaba por el lugar.
El cuerpo del Gato Félix quedó recostado en el asiento. Su muerte fue instantánea. Faltaban 10 minutos para las nueve de la mañana cuando Victoriano Medina Moreno revisó el cuerpo de su víctima. Se cercioró de su muerte. Asintió con la cabeza a Vera Palestina que permanecía inmóvil, sin soltar el gatillo.
Dejaron la portezuela abierta y se dieron a la fuga. Los dos vehículos negros se perdieron en las espesas calles de Tijuana, hasta que se volvieron a encontrar unas cuadras adelante. Los tripulantes bajaron y abordaron otros dos vehículos que ya los esperaban.
La respiración de Saúl estaba agitada cuando lo relató. Parecía que lo había hecho mientras corría los 100 metros planos. “Eso es todo lo que sé”, dijo, como si pusiera el punto final. La mirada de Vera Palestina se le clavó desde lejos y él no pudo más con su miedo.
Se levantó y comenzó a trotar alrededor de la minúscula cancha de basquetbol que a veces se improvisaba como campo de futbol, como en esa ocasión. Vera tuvo que ver un gesto culpable, porque ni en la cena de esa noche ni en el desayuno y la comida del día siguiente permitió que el Grandote se sentara a su mesa.
Los días siguientes fueron tensos. Entre algunos presos se rumoraba que el asesino del Gato Félix estaba molesto con uno de sus escoltas más fieles. Todos volteábamos a ver a Saúl cada vez que Vera Palestina lo alejaba de su presencia con un ademán de enfado. Apenas intentaba acercársele, le pedía que se alejara con la mano en el aire.
Saúl era un niño regañado que de inmediato buscaba, fuera en el patio o en el comedor, un rincón desde donde veía con ojos del tamaño de la luna a su jefe, que hacía su vida dentro de la cárcel sin que él lo cuidara. Tampoco volví a ver que Saúl se acercara al que fue su mentor dentro de la prisión.
No habían pasado ni cinco días desde que Saúl me contara en el patio la historia de la muerte de Félix Miranda, cuando ocurrió la suya. Como todos los días, a las 7:15 de la mañana todos los que estábamos en el pasillo 1-B del área de sentenciados fuimos llevados al comedor.
El pasillo se encuentra en el segundo nivel, por lo que es necesario descender dos niveles de escalera. Formados como íbamos, el Grandote “tropezó” y rodó hacia abajo. Su cuerpo quedó inerte en el primer descanso.
Todos fuimos devueltos a nuestras celdas, mientras se escuchaban códigos por la radio del oficial y luego el movimiento del personal médico que vanamente acudió a brindarle auxilio.
Desde mi celda pude escuchar cuando uno de los oficiales de guardia le informó a uno de los presos de las primeras estancias del pasillo que el Grandote había fallecido en el instante. El diagnóstico inicial fue fractura de cráneo.
“Ya no le va a poder pagar al juez todos los años que le debía. Se le escapó más fácil que el Chapo”, dijo el oficial de manera sarcástica mientras se preparaba para volver a salir al comedor, “porque la comida es algo que no perdonan”, dijo con una risita seca que a nadie le causó gracia.
Tras el incidente del Mata Policías, la Rana se aferró más a mí: “Si te dejo solo te tragan vivo”. Toda aquella área de sentenciados ya sabía lo mismo que yo: que sobre mi cabeza pendía una sentencia de muerte.
Nadie supo lo que me había relatado el Grandote, pero todos se imaginaban que era algo importante para despertar la ira de alguien que ya había comenzado a cobrar venganza con el hombre que había traicionado el código elemental de la cárcel.
—oooOOOooo—