La Ruta de los Difuntos que no Callan

Por. Luz del Alba BELASKO

En el principio fue la palabra, y la palabra fue una sentencia pronunciada a la sombra de un jocote de verde eterno: “Ni muerto entraré de nuevo al rancho”. Así lo juró el Gallero a su madre, según lo recuerda una de sus viudas, con la terquedad de quien conoce el peso de los designios.

Pero el destino, que siempre escucha las promesas para torcerlas a su antojo, se encargó de que, tres años más tarde, el Gallero cruzara por última vez el umbral del Rancho del Jocote, no con sus botines de cuero, sino encajonado, en un viaje sin retorno junto a su chofer y su mano derecha, que también era su amigo.

Cayeron en las rutas en pugna, esos vericuetos de polvo y asfalto que serpentean por la espina dorsal de la frontera, donde los hombres entran y salen con la familiaridad de quien atraviesa su propia casa, y de la que a veces no regresan.

Son los ramales de las espuelas, una madeja de caminos que teje su trama de sombra entre Frontera Comalapa, La Trinitaria, San Cristóbal de las Casas y más allá, hasta perderse en la bruma de Oaxaca y Veracruz. Un territorio que ha tenido muchos dueños, donde con cada cambio de sexenio renace la disputa, como si los carteles fueran cosechas que se rotan, o como un sucesorio sangriento que se abre cuando cae un patriarca y los herederos se enzarzan en una guerra sin testamento.

Pero hoy no toca hablar de los vivos, sino de revivir a los fantasmas que recorren estas rutas.

Para entender el ajedrez de la muerte, hay que remontarse veinte años atrás, cuando el departamento de Huehuetenango, en Guatemala, era un sueño tranquilo. Entre 2014 y 2015, los kilos de cocaína incautados eran una anécdota, un susurro de 0.04 gramos. Pero en 2016, el silencio se quebró con el estruendo de 671 kilos arrancados a la noche.

Fue el año en que los Huistas, socios del Cartel de Sinaloa, crecieron en fama y poder, tras una emboscada con los Zetas en Agua Zarca que tiñó de rojo la aldea fronteriza y dejó 17 almas tendidas en la tierra. Fue el año en que Guatemala vio incautarse 12,818 kilos de polvo blanco, mientras el Departamento de Estado en el norte anunciaba que por sus venas verdes había fluido, como un río clandestino, al menos mil toneladas de cocaína.

La muerte del Gallero, en 2017, llegó con disfraz de tragedia absurda. Se dijo que un grupo de chiapanecos, músicos que volvían de amenizar una fiesta de quince años en la lejana Guatemala, fueron sorprendidos por una lluvia de plomo en la madrugada. La camioneta en que viajaban quedó convertida en un colador, acribillada por al menos setenta balas de cuerno de chivo. Entre los muertos, la prensa guatemalteca reportó a Omar Altúzar, hermano de aquel Fred Altúzar Cortez, “El Negro”, que en otro tiempo había sido el operador del Cartel del Golfo en Chiapas, antes de que el mundo se desbaratara.

Porque el Golfo se había debilitado tras la captura y extradición de su jefe, Osiel Cárdenas Guillén, y su brazo armado, los Zetas, se había convertido en un hijo rebelde que devoraba al padre.

Fred, “El Negro”, cayó en 2009 con un botín de armas, granadas y vehículos de lujo, en una redada donde también cayeron dos guatemaltecos sin nombre. El Gallero, que residía en el barrio El Jocote, murió en esa emboscada de mariachis que no eran mariachis, en un confuso episodio de fuego y metralla. Y así, cumplió su juramento: volvió a su rancho, pero encajonado, después de tres días de viaje, para ser recibido por el llanto de sus viudas.

Se dice que, en algún recodo de estos caminos de las espuelas, escondido entre cerros y pastizales, existe un cementerio particular. No figura en los mapas, pero los que saben, saben. Lo custodian gigantes árboles donde millares de chicharras tejen un canto perpetuo, un sonido que es como el rumor de la tierra hablando de los que se fueron.

Hoy, la inteligencia militar vigila estas cinco rutas con el celo de un halcón.

Han llegado inversiones millonarias: helicópteros Black Hawk como insectos de acero, lanchas Hércules, vehículos blindados Rino, y la temible Fuerza de Reacción Inmediata Pakal, un equipo de élite que ya ha escrito su leyenda dando de baja a dos capos fundadores del Cartel Chiapas-Guatemala, facción del temible Cartel de Jalisco Nueva Generación, en un enfrentamiento en La Mesilla.

Las secuelas del poder se riegan como la sangre. En Frontera Comalapa, el comisariado ejidal Rudy Aguilar Lucas y su hermano Manolo cayeron ejecutados. Su pecado fue pedir la presencia de la policía estatal en El Sabinalito, un territorio que, en la pasada narcoguerra, fue feudo del Cartel Chiapas-Guatemala y que hoy, se murmura, ha sido recuperado por el CDS.

Así, unos vienen y otros van, en un baile eterno de sombras y ambición. Y en medio de todo, la planta de verde oscuro del Rancho del Jocote, testigo mudo del juramento del Gallero, ha adquirido, con los años, un don inesperado. La gente del lugar ahora susurra que sus hojas, las mismas que oyeron la promesa de un hombre que solo volvió muerto, tienen el poder de curar enfermedades mortales. En esta tierra de rutas en pugna y difuntos que no encuentran paz, hasta los árboles aprenden a dar vida, como si la tierra misma intentara sanar las heridas que los hombres no pueden.