Cada mañana del 16 de septiembre, posterior al Grito de Independencia, se nos recuerda que la celebración del día anterior es solo eso, una celebración. Desde el balcón presidencial, el Ejecutivo observa la reverencia que se le hace, mientras cientos de mexicanos contemplan aquel cuerpo represivo que representa la respuesta inmediata a cualquier acto de sublevación popular, cualquier intentona de emular la mitológica insurrección de Miguel Hidalgo, el criollo que manipuló a los indígenas y mestizos esclavizados de la Nueva España para no perder sus privilegios. La historia, a veces, es muy irónica.

La construcción de mitos es un recurso muy utilizado por las naciones para fomentar la pertenencia; da un significado al ser parte de un país, estado o región, y nos representa frente al otro. En el mundo, uno de los mitos más recurridos por las naciones es el del ejército defensor de la patria contra las amenazas que vulneran su soberanía, héroes que dejan familia, amigos y la vida por la gente que forma parte de un país.

En Latinoamérica encontramos algunos de los ejemplos más crueles y sangrientos del uso del aparato militar con fines ajenos a aquel ideal de protección de la soberanía popular. Por el contrario, los militares han demostrado representar intereses egoístas, alejados del bienestar social y guiados por los intereses de unos cuantos.

El horror de las dictaduras militares

El 11 de septiembre, tan solo cinco días antes del magno desfile en México, Chile recuerda un golpe de Estado encabezado por un general de apellido Pinochet, quien, a punta de tanques y bombardeos, tomó el control del país que hasta entonces era gobernado por Salvador Allende, elegido por las mayorías y quien perecería bajo las indignas balas de corruptos militares que después argumentarían que “solo seguían órdenes”.

Pinochet, digno graduado de la Escuela de las Américas, dirigida por uno de los mayores asesinos a nivel mundial, Henry Kissinger, perpetró desapariciones, asesinatos y actos de tortura contra todos aquellos que cuestionaron su poder absoluto.

El general golpista y dictador de Chile, Augusto Pinochet / Foto: Amnistía Internacional

El dictador Augusto Pinochet no defendió la soberanía de Chile; por el contrario, la entregó a un sistema voraz que se aprovecharía de las clases más desfavorecidas, vendiendo los recursos naturales, sin mediar el costo en vidas, al gran monstruo imperialista: Estados Unidos.

En ese mismo año, 1973, pero en Argentina, comenzaría un largo proceso de conflictos democráticos que llevaría a la inestabilidad del poder político en el país. Aprovechando esta situación, un grupo de militares planearía y ejecutaría durante tres años diversas acciones para hacerse con el poder, por encima de la voluntad de los ciudadanos.

En 1976 se concretaría esta gran maquinación con un golpe de Estado, llevado a cabo el 29 de marzo por policías y militares contra Isabel Perón, quien había sucedido a su esposo tras su muerte en 1974. La dictadura militar, encabezada inicialmente por Jorge Rafael Videla, se mantendría hasta 1983, aunque cambiaría de dictador en dos ocasiones a partir de 1981, siempre siendo militares.

Rafael Videla, militar y dictador de Argentina

Este régimen, al igual que el de Chile, se caracterizó por violaciones a los derechos humanos, desapariciones forzadas, agresiones sexuales, secuestros, masacres, censura y persecución de periodistas.

Uno de los periodistas víctimas de esta dictadura fue Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, uno de los libros más importantes e impactantes del periodismo a nivel mundial. Walsh fue siempre un crítico del régimen de Videla y, en 1977, publicó una carta dirigida a la junta militar denunciando los crímenes de la dictadura. Pocos días después, sería secuestrado y asesinado; sus restos estuvieron desaparecidos hasta 2007 y, finalmente, en 2009, fueron entregados a su familia.

Rodolfo Walsh, periodista y escritor, una de las víctimas de la Argentina de Videla

El asesinato de figuras críticas e incómodas para los regímenes militares es también una de las insignias de esta atroz forma de tiranía, como demostró el dictador español y militar Francisco Franco, al asesinar al poeta Federico García Lorca y perseguir a toda una generación de escritores, quienes, a pesar de lo terrible, son el menor número de las víctimas de su represión y de la Guerra Civil.

Francisco Franco encabezó una dictadura apoyada por otro dictador militar de apellido Hitler. El “Generalísimo”, ridículo adjetivo para designar a un dictador militar, gobernó hasta su muerte en 1975.

Francisco Franco, dictador de España y amigo de Adolf Hitler

En México también las conocemos

Lamentablemente, para nuestro país, estos regímenes no son ajenos. Cien años después de iniciada la Independencia de México, el país se encontraba sumergido en una época oscura, donde un general que anteriormente había enarbolado la bandera de la no reelección gobernó por poco más de 30 años. La historia, de nuevo, es irónica.

Durante el régimen de Porfirio Díaz, la pobreza y la desigualdad social se incrementaron. Se implementó una nueva forma de esclavitud conocida como Tienda de Raya, que mantenía endeudados a los campesinos y sus familias con un latifundista “dueño” de una tierra que no trabajaba, pero que estaba respaldado por el poder militar del Estado.

En 1910 nació una pequeña esperanza, pues el dictador había decretado que esta vez no contendría en las “elecciones”. Un líder que se posicionaba fuertemente entre la pequeña clase media de su tiempo aprovechó la oportunidad y, respaldado por un luchador social como Emiliano Zapata y un popular cuatrero de Durango, se postuló a la presidencia. Finalmente, Díaz sí contendría por la presidencia y, para sorpresa de nadie, resultaría el ganador.

Porfirio Díaz, general que una vez luchó contra la reelección de Benito Juárez pero que se perpetuaría poco más de 30 años en la silla presidencial

El 20 de noviembre, por decreto de Francisco I. Madero, comenzaría la Revolución Mexicana, que terminaría con la destitución de Porfirio Díaz. Lo que parecía un final feliz se transformaría en otra época militarista para México.

El 9 de febrero de 1913, un golpe de Estado encabezado por el general Victoriano Huerta desembocaría en la “decena trágica”, durante la cual Francisco I. Madero, su hermano Gustavo y José María Pino Suárez fueron asesinados.

Victoriano Huerta, golpista mexicano, autor intelectual del asesinato de Pino Suarez y de Francisco I. Madero

Después de Huerta, y bajo la supuesta idea revolucionaria popular, el poder sería asumido por otro general: Venustiano Carranza, y luego por otro: Álvaro Obregón, ambos traidores de las causas sociales (y literalmente, ya que Obregón traicionó a Carranza).

Los militares continuarían gobernando el país, pues luego llegaría Plutarco Elías Calles, creador del maximato, que se traduce en poner presidentes títere para que el verdadero gobernante (Calles, en este caso) se perpetúe indefinidamente en el poder. Después de él, y traicionando a su predecesor, obligándolo al exilio, asumiría funciones el general Lázaro Cárdenas, quien tal vez, solo tal vez, sea la excepción que confirme la regla de los regímenes militares.

No son presidentes pero sí asesinos

De las órdenes de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría, un batallón militar especializado en, supuestamente, labores de seguridad para las Olimpiadas de México 68, se encargó de provocar una de las noches más oscuras de México, donde cientos de estudiantes, trabajadores y amas de casa fueron asesinados a sangre fría en la plaza de Tlatelolco.

A los militares del Batallón Olimpia poco les importó disparar contra sus compañeros que contenían la manifestación. Después de la señal emitida por tres bengalas, los militares, desde distintos edificios, dispararon contra civiles y militares sin distinción, con tal de salvaguardar los intereses, no del pueblo, sino de un político represor. Al día de hoy, muchas personas continúan desaparecidas; sus cuerpos no han sido hallados aún después de casi 56 años de la masacre del 2 de octubre.

Para 2014, en conmemoración de estos acontecimientos, el 26 de septiembre, estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa secuestraron camiones con la intención de utilizarlos para transportarse a la Ciudad de México y formar parte de las manifestaciones que exigían justicia por los eventos de 1968. Pocos minutos después, la historia se repetiría.

Fue en ese contexto que 43 estudiantes fueron desaparecidos con la colusión de grupos del crimen organizado, la policía estatal y municipal, y, por supuesto, el Ejército mexicano, que se encargó de desaparecer cualquier rastro de los jóvenes.

Diversas investigaciones realizadas por periodistas como Anabel Hernández, así como por organizaciones internacionales como el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) e incluso por el mismo aparato estatal, como es el caso de las conclusiones de la investigación de Alejandro Encinas (primer comisionado para la investigación del caso Iguala para la 4T), concluyen que la participación de las Fuerzas Armadas es un hecho irrefutable.

El mayor obstáculo al que las organizaciones internacionales se han enfrentado al procurar la investigación del caso Ayotzinapa es el Ejército, que en repetidas ocasiones se ha negado a entregar información tanto a los padres y abogados como a mecanismos internacionales o periodistas, incluso por encima del supuesto decreto presidencial de López Obrador, que les exige total transparencia de la información.

Al día de hoy, no hay nadie en la cárcel por el asesinato y desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. En unos días se cumplirán 10 años de este hecho que marcó a generaciones de estudiantes, y la justicia, a pesar del compromiso presidencial de AMLO, no está ni cerca de alcanzarnos.

El terror que nos espera

Esta semana, la Cámara de Diputados aprobó la propuesta de reforma a la Guardia Nacional que permite su adición a la Secretaría de la Defensa Nacional, a pesar de que el acuerdo interpartidista que permitió su creación tenía como regla que se tratara de una policía con mando civil y alejada de las Fuerzas Armadas.

En los sueños húmedos de Felipe Calderón, jamás se consideró que el mecanismo para lograr la militarización del país vendría acompañado de la manipulación de millones de personas en todo el territorio con la promesa de seguridad social y de beneficios para los pobres.

El cambio de la Cuarta Transformación nunca llegó; por el contrario, fue el núcleo donde se gestó una hidra terrible que mañana puede convertirnos, no en Venezuela, pero sí en el Chile del ’73 o en la Argentina de Videla. Hoy, gracias a la reforma de López Obrador, los periodistas, defensores de derechos humanos, activistas, madres buscadoras e incluso el lector corremos el peligro de caer en las miles de formas en que el Ejército mexicano ya ha demostrado que es capaz de violar nuestro derecho a la libertad, al libre tránsito, a la dignidad e incluso a la vida misma.

Ojalá la Guardia Nacional y el Ejército mexicano representaran lo que tanto vende el presidente desde su enorme palacio. Estoy convencido de que la gente de Sinaloa no se conmueve frente al multitudinario desfile de poder que no ha servido para aplacar al crimen organizado ni otorgar un solo día de paz en el estado desde el 9 de septiembre.

Intereses ajenos, esa es la prioridad del Ejército, no proteger a la población