Felipe Calderón no quiso actuar, siempre supo de la corrupción de García Luna aliado con el narco

Antes de que Genaro García Luna fuera detenido en diciembre de 2019, se conocían las historias en torno a la colusión del gobierno mexicao con los cárteles de las drogas

MÉXICO, D.F. 2 JUNIO 2011. CELEBRACIÓN DEL DÍA DE LA POLICÍA FEDERAL EN EL CENTRO DE MANDO DE LA PF EN IZTAPALAPA. Genaro García Luna, SSP, y Felipe Calderón. FOTO: SARA ESCOBAR / MILENIO DIARIO

Antes de que Genaro García Luna fuera detenido en diciembre de 2019 por el gobierno de Estados Unidos, las historias en torno a la colusión del gobierno federal de México con los cárteles de las drogas para permitir el libre trasiego se consi­deraban mitos e incluso conspiraciones. Ni la detención ni el encar­celamiento de cinco gobernadores vinculados al narcotráfico, ni el procesamiento de otros 12 en los últimos siete años, daban la certeza de que existiera una federación que agrupaba a los señores de las drogas: una hipótesis que plantearon, a costa de su integridad física, algunos periodistas.

Sin embargo, la captura de García Luna, el otrora poderoso subdi­rector del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) en el gobierno de Vicente Fox Quesada, y titular de la Secretaría de Segu­ridad Pública (SSP) en el de Felipe Calderón Hinojosa, habla de otra realidad: una verdad que, aunque ya se sospechaba, es difícil de en­tender por su crueldad. Su detención corrió el telón del teatro político de lo absurdo: dejó al descubierto el surrealismo mexicano, propio de una novela negra donde el culpable del asesinato es el mayordomo, la figura apacible y silenciosa que se mueve en el escenario del crimen sin ninguna sospecha, porque es el encargado de cuidar la casa.

El señalamiento formal del gobierno estadounidense, fincado en la declaración del narcotraficante Jesús Zambada García, alias el Rey, revela que el Licenciado —conocido de esa manera García Luna entre diversos jefes de los cárteles de las drogas— recibió entre 2005 y 2007 sobornos por al menos ocho millones de dólares a cambio de permitir la libre operación de los cárteles de Sinaloa y de los hermanos Beltrán Leyva. Esto no sólo sacudió al sistema político mexicano, sino tam­bién acrecentó la animadversión hacia la clase gobernante, un senti­miento cada vez más arraigado en la hastiada sociedad mexicana, que dejó de confiar en la clase política.

La duda fundada de los mexicanos acerca del comportamiento privado de sus gobernantes, principalmente por sus nexos con grupos del narcotráfico, no ha sido fortuita. Los casos de procesamiento judi­cial de los ex gobernadores —Jorge Torres López, de Coahuila; Euge­nio Hernández Flores y Tomás Yárrington Ruvalcaba, de Tamaulipas; Jesús Reyna García, de Michoacán, y Mario Villanueva Madrid, de Quintana Roo—, todos acusados de permitir la operación de cárteles en sus estados durante sus gobiernos, ya apuntaba hacia la insolven­cia moral del sistema político. Aun así, todavía se dudaba, en un dejo de esperanza ciega, de la infiltración del narco en las estructuras del gobierno federal.

La sociedad mexicana tampoco terminó por convencerse del grado de infiltración del crimen organizado pese a las sospechas de enriquecimiento ilícito y lavado de dinero que llevaron al encarce­lamiento de una larga lista de otros ex gobernadores, señalados de alta corrupción: Roberto Borges Angulo, de Quintana Roo; Javier Duarte de Ochoa y Flavino Ríos Alvarado, de Veracruz; Guillermo Padrés Elías, de Sonora; Andrés Granier Melo, de Tabasco, o de Luis Armando Reynoso Femat, de Aguascalientes. O bien, los procesos penales iniciados contra Roberto Sandoval Castañeda, de Nayarit; César Duarte Jáquez, de Chihuahua; Rodrigo Medina de la Cruz, de Nuevo León; Fidel Herrera Beltrán, de Veracruz; Miguel Alejandro Alonso Reyes, de Zacatecas, o Fausto Vallejo Figueroa, de Michoacán.

Hasta entonces se suponía que el cáncer de la corrupción úni­camente había tocado las estructuras de los gobiernos estatales y locales. Al menos así lo referían las detenciones de 16 alcaldes ocu­rridas durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, los cuales fueron encarcelados por la presunción de sus nexos con células del crimen organizado y de los cárteles de las drogas: Érick Ulises Ramírez Cres­po y César Miguel Peñaloza Santana, de Cocula, Guerrero; Juan Men­doza Acosta, de San Miguel Totolapan, Guerrero; José Luis Abarca, de Iguala, Guerrero; Salma Karrum Cervantes, de Pátzcuaro (muerta en prisión), Michoacán; Dalia Santana Pineda, de Huetamo, Michoacán; Arquímides Oseguera, de Lázaro Cárdenas, Michoacán; Jesús Cruz Valencia, de Aguililla, Michoacán; Enrique Alonso Plascencia, de Tlaquiltenango, Morelos; Uriel Chávez Mendoza, de Apatzingán, Michoacán; José Luis Madrigal, de Numarán, Michoacán; Juan Her­nández Ramírez, de Aquila, Michoacán; Francisco Flores Mezano, de Tancoco, Veracruz; Feliciano Álvarez Mesino, de Cuetzala del Pro­greso, Guerrero; Ricardo Gallardo Cardona, de Soledad de Graciano Sánchez, San Luis Potosí, y Enoc Díaz Pérez, de Pueblo Nuevo Solis­tahuacán, Chiapas.

Con todo, quedaba el resquicio de la duda de que la estructura federal del gobierno no hubiese sido tocada por el perverso amo del dinero del crimen organizado…

Adelanto editorial de “El Licenciado” de J. Jesús Lemus para los lectores de Cenzontle400.MX

Capítulo 8

El error de Felipe Calderón

“La tolerancia se convierte en crimen cuando lo que se tolera es el mal”.

—Thomas Mann

Aquella advertencia sobre García Luna que le hizo Javier Herrera Valles a Felipe Calderón tuvo lugar en febrero de 2008, muy a tiempo para que el mandatario toma­ra cartas en el asunto, a sabiendas del trabajo sin dirección que imple­mentó García Luna primero desde la AFI y luego al frente de la SSP, y evitara la guerra que hoy desangra al país. Esa fallida estrategia de se­guridad, que arrojó un saldo de 102 mil 861 personas asesinadas entre 2006 y 2012, fue palpable en la falta de rumbo e inteligencia de la PFP en las tres primeras acciones con los operativos Michoacán, Guerrero y Nuevo León-Tamaulipas, todos ordenados por García Luna en el inicio del sexenio calderonista.

Herrera Valles refiere que dichos operativos fueron desastrosos y sin buenos resultados, porque no contaron con trabajo de inteligencia previo y privilegiaron la resonancia mediática, además de otros erro­res técnicos, como el hecho de que muchos de los elementos policia­cos que participaron, los cuales fueron agregados de la Coordinación de Inteligencia, no estaban incluidos en la Licencia Oficial Colectiva para la portación de armas. Aun cuando muchos mandos observaron tales irregularidades, nadie se atrevió a decir algo, porque así era el Licenciado. Así estaba acostumbrado a trabajar.

La cárcel como pago

El temor que García Luna infundía a sus subalternos se debía no sólo a su carácter impulsivo y vengativo, sino también a su alto grado de influencia sobre la figura presidencial. Dicho temor no era exclusivo de los mandos de la PFP: fuera de ese entorno había funcionarios de primer nivel en los gobiernos estatales que tenían pavor de confrontar a García Luna. Uno de esos funcionarios era Alfredo Castillo Cervan­tes, lo cual ya es mucho decir, siendo él mismo un hombre de carácter posesivo y contestatario; primero como asesor del procurador Rafael Macedo de la Concha —de 2002 a 2005—, luego como subprocurador de Control Regional, Procedimientos Penales y Amparo de la PGR —de 2005 a 2010— y aun como procurador de Justicia del Estado de México —de 2010 a 2012—, Castillo Cervantes siempre manifestó a su círculo más cercano su miedo de contradecir a García Luna.

Por eso se entiende que, cuando en 2006 se mal planeó el inicio de la guerra contra el narco, desde dentro de la PFP no hubo ninguna voz que se opusiera a la estrategia o que al menos pidiera corregir lo que ya se vislumbraba como un fracaso oficial. De acuerdo con He­rrera Valles —quien, como se relató en el capítulo anterior, pagó con descrédito, persecución y cárcel el señalamiento a García Luna—, el Operativo Michoacán, el primero de la guerra contra el narco, resultó un fiasco, porque se antepuso el anuncio en medios de comunicación al factor sorpresa contra los grupos delincuenciales, cuyos principales objetivos a desarticular eran Los Caballeros Templarios y La Familia Michoacana.

Unos 15 días después de haber sido nombrado titular de la SSP, García Luna ordenó, el 16 de diciembre de 2006, un despliegue en Michoacán con 200 elementos de la PFP, apoyados con 40 patrullas, bajo la dirección del comandante Alejandro Romero. Por órdenes directas de Genaro García Luna, se concentraron en la ciudad de Morelia “para la foto”, en lugar de ser enviados directamente a pun­tos de revisión en caminos y carreteras del estado a fin de inter­ceptar a los grupos de delincuentes que, ya desde entonces, tenían pleno control de la geografía y la población michoacanas. Esa deci­sión eliminó el factor sorpresa y afectó los resultados de las fuerzas federales de apoyo (Ejército y Marina) que participaron en el arran­que del operativo, el cual terminó sin la captura de ningún objetivo de importancia para la estrategia nacional de seguridad, anunciada con bombo y platillo en los medios de comunicación nacionales y locales.

El error táctico cometido en Michoacán se repitió el 14 de ene­ro de 2007 en el Operativo Guerrero. García Luna ordenó otra vez el despliegue de 200 efectivos de la PFP, tres helicópteros y 40 vehículos patrullas, a los que se sumaron 100 elementos de la Coordinación de Inteligencia —que no estaban incluidos en la Licencia Oficial Colec­tiva para portar armas— y 630 efectivos de la Marina y el Ejército. Igual que en Michoacán, al inicio del Operativo Guerrero primero se anunciaron las acciones a través de la prensa nacional y local; luego se hizo el despliegue en busca de las células criminales, cuyo objetivo oficial era la desarticulación de los Beltrán Leyva.

Quizá ese objetivo oficial haya sido justo la razón por la que se re­pitió intencionalmente el error, pues 2007 fue el año en que se encon­traban en su mayor nivel los vínculos de colaboración entre García Luna y los Beltrán Leyva, quienes, como ya se describió, maniobraron a través de Sergio Villarreal Barragán, el Grande, para que Calderón Hinojosa designara a García Luna como titular de la SSP.

Herrera Valles estaba en lo cierto: el despliegue del Operativo Guerrero logró un pobre resultado en su arranque. A pesar de su cos­to logístico y económico, sólo se logró recuperar vehículos robados y resolver un par de casos de pederastia.

Como si los fracasos en Michoacán y Guerrero no hubieran sido suficientes para entender que la estrategia necesitaba más inteligen­cia que campaña mediática, en febrero de 2007 el error se repitió al implementar el Operativo Nuevo León-Tamaulipas. Otra vez, sin dirección ni trabajo de inteligencia para ubicar los objetivos a cap­turar, García Luna —explicó Herrera Valles— ordenó que cientos de policías federales fueran retirados de los puntos de inspección, verificación y vigilancia de todo el país y se les concentrara en Mon­terrey y Ciudad Victoria, con la finalidad de atender la campaña mediática.

La medida no produjo grandes resultados frente a las células de los cárteles del Golfo y de Los Zetas; más bien, propició un incremen­to de accidentes y asaltos en las carreteras del resto del país, que de pronto se quedaron sin vigilancia. Todos los policías, incluidos los agentes de la AFI, dedicados a la seguridad de los mexicanos —agre­gó Herrera Valles— fueron destinados a trabajos de patrullaje urba­no y de apoyo a la AFI, incrementando los cateos a cientos y tal vez miles de domicilios en los principales municipios de Nuevo León y Tamaulipas, con muy escasos logros. Por contraste, como sucedió en Guerrero y Michoacán, se incrementaron de manera alarmante las ejecuciones y las pugnas entre cárteles, principalmente en las locali­dades donde mantenían una presencia constante.

Las cifras oficiales hablan por sí mismas sobre el baño de sangre que significó para Michoacán, Guerrero, Nuevo León y Tamaulipas la puesta en operación de la guerra contra el narco, sin dirección ni estrategia de inteligencia. Sólo en 2007, de acuerdo con las estadís­ticas del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), en todo el territorio nacional fueron ejecutadas 10 mil 253 personas, de alguna forma relacionadas con las disputas y venganzas entre las organizaciones criminales. De esas ejecucio­nes, el 18 por ciento se concentró en las cuatro entidades que eligió García Luna para lanzar la estrategia nacional, que los medios de comunicación promocionaron como un plan eficiente.

En Michoacán se registraron 527 asesinatos ligados al narco du­rante el primer año de “guerra”; en Guerrero fueron 800; en Nuevo León, 285, mientras que en Tamaulipas se llegó a 265 ejecuciones de civiles, la mayoría como parte de la disputa entre grupos criminales; no obstante, otros murieron en enfrentamientos con las fuerzas fe­derales. Del lado de la Policía Federal (PF) también hubo bajas: en 2007 fueron 11 policías durante enfrentamientos, en tanto que otros 32 fueron abatidos cuando estaban fuera de servicio.

A pesar de que las malas decisiones de García Luna ya empujaban al país hacia una espiral de violencia, a través de los medios de comu­nicación todo su equipo aplaudió la decisión del combate frontal, tal vez por miedo o complicidad con él, negando que se tratara de una guerra, sino más bien de una elaborada tarea para pacificar al país. Esto, a sabiendas del antecedente de la gestión de Fox Quesada, en la que García Luna encabezó la AFI, cuyo saldo fue de 74 mil 631 per­sonas asesinadas.

Los aplaudidores de García Luna y de la guerra contra el narco, que nunca desaprovecharon sus relaciones con la prensa nacional para ensalzar la labor de la PFP en la nueva encomienda de combate a los grupos del narcotráfico, fueron los mismos que lo rodearon des­de su paso por el Cisen, luego en la AFI y posteriormente en la SSP: Francisco Javier Garza Palacios, Armando Espinoza de Benito, Édgar Millán Gómez, Facundo Rosas, Héctor Sánchez Gutiérrez, Luis Cár­denas Palomino, Roberto Velazco Bravo, Aristeo Gómez Martínez, Édgar Bayardo del Villar, Igor Labastida Calderón, Ramón Eduar­do Pequeño García, Roberto Cruz Aguilar González, Víctor Garay Cadena, Luis Manuel Becerril Mina, Francisco Javier Gómez Meza, Mario Velarde Martínez, Luis Jaffet Jasso Rodríguez y Francisco Na­varro Espinoza.

De todos estos, únicamente resultó ileso de señalamientos Héctor Sánchez Gutiérrez, quien fuera encargado de la División de Fuerzas Federales de apoyo. A los otros, ya sea porque los ejecutaron, los en­carcelaron o simplemente los mencionaron testigos como Villarreal Barragán —el Grande— y Valdez Villarreal —la Barbie—, los alcanzó el entramado de corrupción y complicidad que García Luna estructu­ró con los jefes de los cárteles de Sinaloa y de los Beltrán Leyva.

Los policías promotores de la guerra contra el narco, como Millán Gómez, jefe de la División de Mandamientos Judiciales y Ministeria­les; Velazco Bravo, director de Inteligencia contra el Crimen Organi­zado; Gómez Martínez, jefe del Estado Mayor de la PFP; Bayardo del Villar, inspector de Operaciones de la PFP, e Igor Labastida Calderón, comandante de la PFP, fueron ejecutados, como se narró anterior­mente. Sus asesinatos nunca se esclarecieron del todo.

Por su parte, Gómez Meza, ex director de la cárcel de Puente Grande, fue procesado penalmente en octubre de 2010 por su cola­boración con el Cártel de Sinaloa. Roberto Cruz Aguilar González, quien era director de Normatividad y Apoyo a Operativos de la PFP, fue condenado por el delito de narcotráfico en abril de 2010, luego de encontrársele en posesión 12 kilogramos de cocaína, armas y car­tuchos, en compañía de otros cuatro detenidos —tres de ellos poli­cías—: José Luis García Meléndez y Alejandro Cruz Ruiz Manrique, agentes de la policía del Estado de México; Jaqueline Miriam Chanes Salas, agente de la PF; y el civil Julio César Ruiz Manrique.

A Jasso Rodríguez, agente operativo asignado al Mando de la PF, se le apresó en junio de 2010 por encabezar una banda dedicada al robo de automóviles, los cuales eran entregados a los Beltrán Leyva para transportar drogas; Garay Cadena, quien sucedió como comi­sionado de la PFP a Millán Gómez tras su muerte, y Navarro Espino­za, comandante de las Fuerzas Federales de Apoyo de la PFP, fueron aprehendidos en noviembre de 2008.A ambos los acusaron de permi­tir las actividades de los Beltrán Leyva y les imputaron los delitos de robo y delincuencia organizada. Navarro Espinoza estuvo preso unas semanas solamente; Garay Cadena pasó cuatro años en la cárcel fe­deral de Nayarit. En noviembre de 2012, el Segundo Tribunal Unita­rio del Vigésimo Circuito desestimó los cargos contra Garay Cadena, pero ya no se le permitió reinstalarse en la PFP.

En cuanto a Becerril Mina, otrora director de Intervención y Apo­yo Logístico de la AFI, fue detenido en noviembre de 2010 cuando, bajo la protección del secretario de Seguridad Pública de Nayarit, Éd­gar Veytia —actualmente sentenciado a 20 años de prisión en Estados Unidos por sus nexos con el cártel de Dámaso López Núñez—, era director de Seguridad Pública en el municipio de Bahía de Banderas. Según los testigos protegidos de la PGR identificados como “Claudia” y “Mateo”, Becerril Mina permitió la operación de López Núñez, el Lic, luego de haber sido colaborador de los Beltrán Leyva en el Estado de México. En noviembre de 2011 se le abrió un nuevo proceso penal, esta vez por lavado de dinero.

El encuentro del Rey con el Licenciado

En las versiones que Villarreal Barragán divulgó durante su estancia en Puente Grande, que aludían principalmente a García Luna, tam­bién mencionó a Francisco Garza Palacios, el agregado de la Policía Nacional de Colombia (PNC) en México. Villarreal Barragán asegu­ró que Garza Palacios era un “contacto múltiple”, pues por un lado “ayudaba al Cártel del Norte del Valle de Colombia a expandir su presencia en México” y, por otro, se trataba de uno de los hombres de confianza de García Luna, luego de que “le ayudó a establecer los primeros acercamientos con Jesús Zambada García”, el Rey, hermano emisario del Mayo, cabeza del Cártel de Sinaloa.

Villarreal Barragán detalló que Garza Palacios conoció al Rey a mediados de 1994 en Colombia, cuando, tras la muerte de Pablo Escobar Gaviria, el Patrón, ocurrida el 2 de diciembre de 1993, el Cártel de Sinaloa buscaba nuevos contactos que suplieran el aprovi­sionamiento de cocaína. El encuentro sucedió en Cali durante una fiesta ofrecida por los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Ore­juela, a la que también asistieron José Santacruz Londoño y Hél­mer Herrera Buitrago, que ya lideraban el llamado Cártel de Cali, la organización criminal que heredó —al morir Escobar Gaviria— el millonario negocio del tráfico de cocaína hacia México y Estados Unidos.

Desde ese momento, prosiguió Villarreal Barragán, nació la re­lación entre el Rey y Garza Palacios, quien en aquel tiempo era sólo un elemento más. A la postre fue el contacto necesario del Cártel de Sinaloa para infiltrar a un sector de la policía colombiana y, de esa manera, facilitar el suministro constante de cocaína hacia México. El nexo entre ambos se convirtió en amistad cuando en 2000 Garza Pa­lacios llegó a México para incorporarse a la recién creada AFI, coordi­nada por García Luna. Así se dio el primer contacto que tuvo el Cártel de Sinaloa dentro de esa corporación de seguridad.

De acuerdo con Villarreal Barragán, Garza Palacios posibilitó el primer encuentro entre el Rey y García Luna, el cual se llevó a cabo a finales de 2000 en un restaurante de la Ciudad de México. El en­tonces titular de la AFI recibió al capo sinaloense con cinco millones de dólares que el Mayo le envió como pago para ayudar a la fuga de Guzmán Loera de Puente Grande. Después de la exitosa primera fuga del Chapo, Garza Palacios fue incluido en la nómina del Cártel de Sinaloa, cuyo pago lo realizaba el Lic.

Las imputaciones de Villarreal Barragán contra Garza Palacios —que reiteraba en las galeras de Puente Grande al regresar del juz­gado donde las deposaba ante un juez federal— no fueron las únicas que señalaron el papel de este colombiano en el entramado de co­rrupción de García Luna. En noviembre de 2012, Valdez Villarreal, la Barbie, antiguo subalterno de Villarreal Barragán con los Beltrán Leyva, envió una carta desde prisión al periódico Reforma.* Como colofón al sexenio de Calderón Hinojosa, la Barbie expuso que Garza Palacios, así como García Luna, Espinoza de Benito, Cárdenas Pa­lomino, Millán Gómez, Labastida Calderón, Rosas Rosas, Pequeño García y Garay Cadena, recibieron dinero del cártel de los hermanos Beltrán Leyva, a través de él, por lo cual enfatizó que eran parte en ese momento “de la estructura criminal de este país”.

Intento por reunir la Cumbre del Narco

Ahí no pararon los comentarios de la Barbie: se declaró preso polí­tico por no haber aceptado las condiciones de alineamiento con la SSP para integrar un solo cártel a nivel nacional, y agregó que era objeto de persecución por orden directa de Calderón Hinojosa. De­nunció públicamente que la intención del presidente era llegar a un acuerdo con todos los cárteles de las drogas, por lo que designó al general Mario Arturo Acosta Chaparro y al secretario de Goberna­ción, Juan Camilo Mouriño, para reunirse con los principales capos.

La carta de la Barbie abundaba: “Se realizaron diversas juntas a través del general Mario Arturo Acosta Chaparro, quien se reunió por órdenes del presidente [Calderón] y Juan Camilo Mouriño [secreta­rio de Gobernación] con dos de los jefes de La Familia Michoacana. Posteriormente, el general se entrevistó en Matamoros con Heriberto Lazcano y Miguel Ángel Treviño, ‘El Z-40’.Tiempo después, Acosta Chaparro y Mouriño se entrevistaron con Arturo Beltrán Leyva, ‘El Barbas’, y también se entrevistó con ‘El Chapo’ Guzmán, líder del cár­tel de Sinaloa”.

Esta misma versión, con algunas variaciones de forma, pero no de fondo, fue también citada por el Grande, quien contó que García Luna le encomendó a mediados de 2010 la orden presidencial de dia­logar con los jefes de los principales cárteles del país, con la finalidad de alcanzar una paz urgente ante el desbordamiento de la violencia que había generado la propia administración calderonista. Él, con la autorización de Arturo Beltrán Leyva, dijo que aceptó la encomien­da hecha por el gobierno federal; se dio a la tarea de “organizar una cumbre para sentar al diálogo a los principales narcotraficantes con la cúpula del gobierno mexicano”.

Apoyado por Héctor Beltrán Leyva, la primera acción del Gran­de para pacificar al país, como se lo había pedido el titular de la SSP, fue cesar la guerra que sostenían los Beltrán Leyva y Los Zetas por el control de Coahuila, Nuevo León y Quintana Roo. Según el Grande, la tregua unilateral hecha frente a Los Zetas sí se reflejó en las esta­dísticas oficiales: el SESNSP registró de enero a agosto de 2010, antes de que se intentara el diálogo con los cárteles, un promedio de mil 676 ejecuciones mensuales en todo el país. Tras la tregua decretada unilateralmente, sólo de estos dos grupos criminales, el índice en sep­tiembre de ese año bajó a mil 662, casi un 0.9 por ciento. La disminu­ción de asesinatos fue más evidente en los estados que tenían —y aún tienen— presencia Los Zetas.

Estas cifras hacen pensar que el Grande no blofeaba en su versión. Algo de cierto había en sus dichos: los intentos de pacificación, que terminaron el 12 de septiembre de 2010 con su arresto en la ciudad de Puebla, se reflejaron también en una disminución en las estadísticas de homicidios de Coahuila, Nuevo León y Quintana Roo. Según el SESNSP, Coahuila pasó de tener un promedio mensual de 31 ejecu­ciones a 19 en septiembre de 2010; Nuevo León, de 72 ejecuciones a 60; Quintana Roo, de 20 a 12.

Villarreal Barragán empezó a contactar a los principales jefes del narco en todo el territorio nacional con el propósito de materializar la cumbre hacia diciembre de 2010.Pero, antes de eso, García Luna quería apuntalar el plan ostentando al menos una notable disminu­ción en los índices de homicidios para el 15 de septiembre de ese año, ocasión en que Felipe Calderón haría alarde de su nacionalismo fes­tejando el CC Aniversario del inicio de Independencia.

La estrategia utilizada, a decir del otrora jefe de seguridad de los Beltrán Leyva, fue simple: en los estados donde los Beltrán Leyva mantenían una presencia preponderante, comenzó a capturar a miembros de los cárteles enemigos. No los ejecutó, como era su cos­tumbre; solamente los secuestraba para hacerles llegar a los jefes de esos cárteles el mensaje de paz a través del diálogo que ofrecía el go­bierno federal. Según el Grande, entre mayo y agosto de 2010, perdo­nó la vida a más de 300 sicarios a cambio de que llevaran a sus jefes la propuesta de una reunión con él, previa a un encuentro con el titular de la SSP, García Luna, y el presidente, Calderón Hinojosa.

El mensaje enviado, dijo, contaba con el aval del secretario de la Defensa Nacional, el general Guillermo Galván, quien a través de García Luna ofreció todo tipo de garantías de seguridad, entre ellas, que no serían detenidos los capos ni quienes los acompañaran a la cita, cuya sede inicialmente se propuso que fuera Acapulco, Guerrero, o Puerto Vallarta, Jalisco. La idea era que se realizara en la primera quincena de agosto, antes de los festejos del centenario de la Revo­lución y el bicentenario del inicio de Independencia, pero la lentitud del intercambio de mensajes obligó a reprogramarla para la segunda quincena de diciembre de 2010.

Los primeros convocados, tras el envío de mensajes con las captu­ras de integrantes de sus células en Coahuila, Guanajuato, Jalisco, Es­tado de México, Morelos y Quintana Roo, fueron Jesús Méndez Var­gas —el Chango—, Servando Gómez Martínez —la Tuta— y Nazario Moreno González —el Chayo—, cabezas de La Familia Michoacana; e Ismael Zambada García —el Mayo—, Juan José Esparragoza More­no —el Azul— y Joaquín Guzmán Loera —el Chapo—, del Cártel de Sinaloa.

Después, bajo el mismo y efectivo método, fueron “invitados” Heriberto Lazcano (el Lazca) y Miguel Ángel Treviño Morales (el Z-40), entonces jefes de Los Zetas; Vicente Carrillo Fuentes (el Vice­roy) y Vicente Carrillo Leyva (el Ingeniero), hermano e hijo, respec­tivamente, de Amado Carrillo Fuentes (el Señor de los Cielos), que lideraban el Cártel de Juárez; Eduardo Costilla Sánchez (el Coss) y José Antonio Cárdenas Martínez (el Contador), del Cártel del Golfo; y, finalmente, Luis Fernando Sánchez Arellano (también apodado el Ingeniero) y Enedina Arellano Félix (la Narcomami), cuyos lideraz­gos se concretaron al frente de los Arellano Félix, luego de la captura de Francisco Javier, ocurrida el 15 de agosto de 2006.

Por parte de los Beltrán Leyva, aseguró el Grande, estaba dispues­to a acudir Héctor Beltrán Leyva, el H, pese a que las fuerzas federales habían matado a mansalva a su hermano Arturo Beltrán Leyva, el Barbas, en un supuesto intento de captura registrado en Cuernavaca, Morelos, la tarde del 16 de diciembre de 2009, cuando este fue entre­gado a la Marina por parte de Valdez Villarreal, la Barbie, a cambio de un supuesto acuerdo que le permitiría establecer su propio cártel. La traición de la Barbie a los Beltrán Leyva fue lo que hizo que se confrontara abiertamente con su jefe, Villarreal Barragán, el Grande, quien terminó por cazarlo y entregarlo a las fuerzas de la PFP el 30 de agosto de 2010, justo cuando el Grande convocaba a la reunión cumbre de diálogo por la paz.

Villarreal Barragán puntualizó que todos los que a través de él recibieron la invitación de Calderón Hinojosa y García Luna respon­dieron afirmativamente. El primero en confirmar su disposición a un pacto formal fue el Cártel de Sinaloa. El Chapo le envió un mensaje con un emisario, que también fue capturado en Nayarit por un grupo de los Beltrán Leyva y se le perdonó la vida. En su mensaje, le dijo al Grande —palabras más, palabras menos— que estaba de acuerdo con una reunión con los jefes de los otros cárteles para dar fin a la guerra que se había generalizado por el todo el país. Sin conocer las con­diciones que ofrecería el aparato gubernamental, aceptó en primera instancia el pacto de paz. El Chapo, hablando en nombre del Cártel de Sinaloa, sólo antepuso una condición: “Siempre y cuando se haga una distribución equitativa de todo el país para que nadie cobre derecho de piso sobre los otros cárteles”.

En los mismos términos contestó el Chango, cabecilla de La Fa­milia Michoacana. Pidió que se le permitiera operar libremente en todo Michoacán y que no se le cobrara derecho de piso en la ruta de trasiego de drogas desde la zona norte de esa entidad hasta la frontera de Tijuana y Mexicali, Baja California. A cambio, ofreció compartir, sin reclamo de derecho de cobro, el puerto de Lázaro Cár­denas, la principal puerta de entrada al país de anfetaminas desde el sureste asiático y de cocaína desde Colombia. El Chango le externó estas propuestas a Villarreal Barragán, como emisario del gobier­no federal, en una reunión que sostuvieron en Puebla, el centro de operaciones del Grande, donde este se asentó después de la muerte de Arturo Beltrán Leyva.

Por su parte, Heriberto Lazcano habló en nombre de Los Zetas sin hacer ningún ofrecimiento de entrada. En una conversación telefóni­ca, le manifestó al Grande su voluntad de reunirse “el día y lugar que se dispusiera” con los otros jefes de los cárteles y con los representan­tes del gobierno federal. Y le solicitó que en la reunión únicamente es­tuvieran quienes tomaran decisiones. Agregó que no estaba dispuesto a tener que esperar días a una respuesta para hacer valer los acuerdos. El ánimo del Lazca —relató Villarreal Barragán— cambió totalmente cuando supo que en esa reunión estaría el propio presidente de Méxi­co. “Entonces cuenta conmigo”, mencionó el jefe de Los Zetas.

Quien sí mostró reticencia para el encuentro fue el Viceroy, del Cártel de Juárez. De entrada se negó a la posibilidad de una reunión por la confrontación arrastrada. Dudó que Villarreal Barragán fuera emisario de Calderón Hinojosa y García Luna. La disputa y la des­confianza del Viceroy se fundaba en la traición del Grande al Cártel de Juárez cuando se unió a los hermanos Beltrán Leyva, luego de la supuesta muerte del Señor de los Cielos, quien, desde la perspecti­va de Villarreal Barragán, “no está muerto. Se volvió testigo protegido de la DEA y por eso fingió su muerte” en un hospital de la Ciu­dad de México, durante una operación quirúrgica para modificarse el rostro.

El Viceroy no aceptó asistir a la reunión cumbre para la pacifica­ción. Más allá de su animadversión hacia el Grande, tuvo otro motivo: iba a asistir el Chapo, a quien le atribuía el asesinato de su hermano Rodolfo Carrillo Fuentes, el Niño de Oro; en realidad, lo había eje­cutado un grupo de la PFP como un favor especial que el Grande le pidió en su momento a “La Voz”, el enlace de comunicaciones entre García Luna y el narco.

También rechazó participar en la reunión Costilla Sánchez, el Coss, del Cártel del Golfo. Su pretensión era mucha. Puso como única condición que no fuera invitado Heriberto Lazcano, el Lazca, de Los Zetas. Aún estaba fresco el rompimiento entre esta fracción y el Cártel del Golfo, que se produjo a mediados de 2009, cuando el Lazca co­menzó a operar libremente, con el apoyo del Cártel del Norte del Valle de Colombia, arrebatándole al del Golfo una gran parte del control de las rutas en Quintana Roo, Tabasco, Veracruz y Tamaulipas, todavía utilizada por los dos cárteles para introducir la cocaína procedente de Cancún desde Colombia con destino a Estados Unidos.

El Grande optó por aprovechar la disposición del Lazca y privile­gió la presencia de Los Zetas antes que la del Cártel del Golfo en la reu­nión convocada. Además, el Grande aclaró que siempre tuvo mayor empatía con el Lazca, pues Costilla Sánchez “era soberbio y se sentía ‘el rey del mundo’, como si de verdad se lo mereciera, cuando siempre fue un ‘gato’ de Osiel Cárdenas Guillén: era la pilmama de Antonio Cár­denas Guillén [Tony Tormenta] desde que era policía en Matamoros”. El Grande siempre se expresó con respeto de Heriberto Lazcano, de quien decía: “Era un cabrón valiente, que se había forjado en los chin­gadazos”. En más de una ocasión, al menos en las pláticas en la prisión, terminó por reconocerle su talento “para el negocio de las drogas”.

Con los Arellano Félix no hubo ningún problema: al mensaje Enedina Arellano respondió que acudiría a la cita donde lo decidiera el gobierno federal. Más que la pacificación del país, a la Narcoma­mi le interesaba sentarse a dialogar con algún representante del go­bierno federal, no tanto para definir rutas o acciones de narcotráfico, sino para buscar la forma de ayudar a salir de prisión a sus hermanos Francisco Rafael, el Menso, que purgaba una pena de seis años en Es­tados Unidos (más adelante fue asesinado, en 2013); Francisco Javier, el Tigrillo, condenado a cadena perpetua, también en Estados Uni­dos, y Benjamín, el Min, preso en Almoloya y en ese momento a la espera de ser extraditado a Estados Unidos, donde en 2012 se le dictó una sentencia de 22 años de cárcel.

García Luna estuvo informado paso por paso de la reunión enco­mendada al Grande. Incluso, por disposición del titular de la SSP, se le envió un millón de dólares a cada uno de los jefes de los cárteles que aceptaron sentarse al diálogo, “como una muestra de agradecimiento por la contestación, y como una cortesía para que cada uno de los interesados organizara su propio esquema de movilización”. García Luna ofreció reembolsar ese dinero, que inicialmente provino de la bolsa de los Beltrán Leyva, una vez que concluyera con éxito la reu­nión y pudiera entregar buenos resultados en esa estrategia al presi­dente Calderón Hinojosa, ansioso por terminar con la guerra a la que se dejó llevar.

Finalmente, la reunión entre los jefes de los principales cárteles de las drogas y la cúpula del gobierno nunca se llevó a cabo. La razón fue que a Villarreal Barragán, el emisario de García Luna en esta tarea, lo arrestaron en la ciudad de Puebla el 12 de septiembre de 2010, justo en medio de la organización de la cumbre. Su detención fue obra de la DEA y de un grupo de elementos de la Marina que trabajaban ale­jados de la influencia del secretario de Seguridad Pública, ante la des­confianza que le estaba despertando al gobierno de Estados Unidos. Para ese entonces, a García Luna ya se le mencionaba como facilitador del narco en por lo menos medio centenar de averiguaciones previas.

El Grande atribuyó su captura a una acción de la Marina, derivada de una confusión. Jamás pensó que quienes lo buscaban eran agen­tes de la DEA, luego de que el Departamento del Tesoro de Estados Unidos aplicara en su contra, el 1 de junio de 2010, la Ley Kingpin, la cual prohíbe transacciones comerciales de particulares o com­pañías con narcotraficantes. Un día antes de su detención, refirió, se reunió con Héctor Beltrán Leyva, el H, quien le avisó que lo estaba buscando el secretario de Gobernación, en ese momento Francisco Blake Mora. Ambos pensaron, en palabras del Grande, que se trataba de una reunión personal para hablar sobre los preparativos de la cum­bre. El H le dijo al Grande que un grupo de policías lo buscarían en su casa de Puebla y lo llevarían a la cita con Blake Mora.

Por eso no hizo ningún intento de defensa cuando a la mañana siguiente llegaron los marinos hasta su casa. El Grande suponía que lo escoltarían hasta la presencia del secretario de Gobernación. Al momento de la detención lo acompañaban al menos 30 hombres ar­mados que sin problema habrían repelido la presencia militar, pero el Grande ordenó que nadie hiciera nada. Aun así, ninguno de sus es­coltas soltó las armas. Los marinos, indicó, en un “pacto de hombres, sólo se llevaron a ‘El Grande’ ” —le gustaba hablar refiriéndose a sí mismo en tercera persona—.

No fue sino hasta que lo esposaron cuando el Grande comprendió que no se trataba de una invitación a conversar con el secretario de Gobernación. Describió que la sangre se le heló en el momento en que dos agentes “que medio hablaban el español” pasaron sus huellas digitales sobre un ordenador portátil. Cuando en la pantalla apare­cieron su rostro y su nombre, supo que su carrera delictiva había ter­minado. Lo primero que pidió en cuanto lo despojaron de su pistola y una credencial del Estado Mayor Presidencial que portaba —que le había entregado tiempo atrás el senador Guillermo Anaya Llamas— fue hablar con “el licenciado García Luna”. Pero eso no fue posible. Se comunicó con él hasta que lo trasladaron a las instalaciones de la PGR.A pesar de que su trato fue cortante, se mantuvo dentro del acuerdo de colaboración.

El Grande narró que García Luna se comprometió a no dejarlo en una prisión mexicana. Que buscaría la forma de lograr su extradición a Estados Unidos. Y el Licenciado cumplió su palabra: a días de ser recluido en el penal de Puente Grande, el director de este, Francisco Javier Gómez Meza, le informó a Villarreal Barragán que seguía en pie el arreglo para sacarlo de esa prisión. Para ello, le pidió declararse testigo protegido de la PGR a fin de facilitar el trato con Estados Uni­dos; así lo hizo el Grande a finales de septiembre de 2010.Aunque lo extraditaron a Estados Unidos hasta el 23 de mayo de 2012, durante todo ese tiempo García Luna ordenó que se le diera trato de preso privilegiado.