Por. J. Jesús Lemus
Televisa ha lanzado una docuserie de Los Narcosatánicos, aquella organización criminal que se asentó en Matamoros, Tamaulipas -a finales de la década de los 80´s del siglo pasado- dedicado al tráfico de drogas y a la práctica de la santería del culto del Palo Mayombe.
A uno de los Narcosatánicos, al que apodaban El Duby, lo conocí en la cárcel de Puente Grande, fuimos compañeros de pasillo. Estaba loco… aquí dejó la crónica de aquellos días de la prisión, cuando me contó su historia.
Al Duby lo conocí en la cárcel de Puente Grande
Es mediodía, o tal vez ya entrada la tarde. Aquí se pierde la noción del tiempo, entre el dormitar a que incita la resolana que se cuela por las ventanas sin vidrios y el silencio arrullador infestado de ruidos esporádicos, que irrumpen desde otras celdas en forma de tosidos o ronquidos.
La tranquilidad sepulcral del pasillo tres del Centro de Observación y Clasificación (coc) se interrumpe de manera violenta cuando otro preso ingresa a una de las celdas de castigo que está hasta el fondo del corredor. El tratamiento que le brindan los encapuchados no es distinto al que le aplicaron a Daniel Arizmendi, sólo que en esta ocasión el preso sí se defiende y mienta madres a diestra y siniestra, como si con ello quisiera revirar los toletazos que le asestan en la espalda.
El nuevo inquilino, tras la recepción de ánimo que le brinda Jesús Loya, quien ya está de regreso en su celda luego de pasar un día en el hospital a donde fue a ver a su Nana Fine, revela que es Álvaro Darío de León Valdés, mejor conocido como El Duby, sobreviviente de la secta de los Narcosatánicos.
El Duby ha estado preso desde hace más de 16 años; se encuentra sentenciado y vive en el módulo 8 de la cárcel federal de Puente Grande. El 14 de mayo de 1989 el juez 58 de lo penal en el Distrito Federal lo condenó a 28 años de prisión por los delitos de homicidio, asociación delictuosa, encubrimiento, narcotráfico y lesiones.
Pero más allá del dolor que le puede causar una larga condena, su tormento es la esquizofrenia con la que tiene que lidiar todos los días; su peor suplicio —según sus propias palabras— es estar sujeto a los caprichos de su mente, a los vaivenes de su condición emocional que se desata a la menor provocación lo azota en el interior de su celda manteniéndolo postrado en un rincón la mayor parte del tiempo.
—En los mejores días —explica— las pastillas hacen su trabajo y me mantienen tranquilo, con ganas de pintar, platicar o de escuchar música en la radio, pero en los peores momentos se me mete el diablo.
—¿Crees de verdad en el Diablo? —le pregunto sin pensarlo.
—Cómo no voy a creer en el Diablo si todos los días lo veo, si siempre está aquí, si diario se acuesta conmigo en la cama y me susurra en los oídos. Su voz se oye toda la noche. Hay ocasiones que me hace reír, pero la mayoría de las veces me da mucho miedo, me hace llorar, me hace arrepentirme de todo lo que me ha tocado vivir…
—¿De verdad ves al Diablo?
—Todos los días… pero lo escucho más seguido. Lo veo sólo en las noches, cuando me acuesto, cuando ya quiero poner en blanco la mente para descansar, y es cuando se me presenta, cuando se me aparece. Se parece mucho a un perro negro, con saliva en la boca y con los ojos rojos, humeantes; como que me quiere decir algo y es cuando comienza a hablarme de todo y me cuenta los días que llevo aquí; me cuenta los días que me faltan y lo que voy hacer ahora que salga.
—¿Y cuántos días dice que faltan para que te vayas de aquí?
—Como más de 3 200 días [más de ocho años], pero no voy a salir, dice que voy a morir antes.
—¿Te vas a matar?
—No. Él me va a llevar, porque sabe que le tengo miedo y porque ya me arrepentí de lo que hice para estar aquí, de todo lo que pasó para que yo llegara aquí…
—¿Estás arrepentido?
—Sí, me siento arrepentido y a veces le pido a Dios que me ayude…
—¿A Dios o al Diablo?
—A Dios. Y es cuando el Diablo me habla y dice que me va a llevar por estar arrepentido, y que, si no me arrepiento, me a mantener vivo para siempre.
—Oye, Duby, ¿es cierto todo lo que dicen de ti? —tercia Jesús Loya, entre curioso y burlón—, ¿sí mataste al estudiante americano?
Por su estado esquizofrénico, y por ser uno de los internos con más tiempo en la cárcel de Puente Grande, El Duby es uno de los personajes acerca del cual todos hablan a diario. Tal vez eso se deba a la forma en que asesinó al estudiante Mark Kilroy —que a veces se comenta en un marco lleno de fantasía—, cuando en una parranda se convirtió en el cordero del sacrificio de la banda de los Narcosatánicos.
—No, yo sólo maté a Jesús Constanzo, porque él me lo pidió. Me lo ordenó cuando llegó la policía judicial a la casa en donde nos agarraron. Él me dio la metralleta para que lo acribillara, pero yo sabía que sólo estaría muerto un rato y después reviviría, por- que así me lo dijo él mismo; eso nos lo enseñó en los rituales.
Adolfo Jesús Constanzo tenía 27 años de edad, era el líder de la banda de Narcosatánicos que operaba en el rancho Santa Elena, en Matamoros, Tamaulipas. Se dedicaban a transportar mariguana a Estados Unidos por esa frontera, y alternaban su actividad delic- tiva con la práctica del culto de la santería cubana conocida como Palo Mayombe.
—Jesús Constanzo —narra El Duby— nos enseñó que uno
puede ser invisible a los enemigos, y las balas rebotan en el cuerpo; puede uno estar muerto por un rato y después revivir si cumple cabalmente con los ritos de adoración al Diablo.
—¿Y cómo son esos ritos?
—Son muchos, pero el más importante es la comunión; es tomar la sangre de los que van al sacrificio por su propia voluntad, no porque los lleven a la fuerza, sino que van contentos de ofrecer su vida al Ser Superior; los que van al sacrificio sabiendo que con eso vivirán para toda la eternidad…
—Pero ¿cómo es el ritual de la comunión? —se desespera
Jesús Loya.
—Primero hay que colocar la parte emotiva del hombre en un cazo. Se le extrae el cerebro, los testículos, el pene y la sangre. Y a eso se le agregan algunos aceites que previamente el sacerdote pre- paró en presencia del Ser Supremo; se le añade algún animal que viva en tierra y aire o en agua y tierra, como serpientes, tortugas o aves de rapiña, pero su color debe ser negro. Después la pócima se bebe y uno se vuelve inmortal…
—Pero tú mataste a Jesús Constanzo… Entonces no es inmortal…
—Todos piensan que lo maté, pero él está vivo, porque yo vi cómo abría los ojos después de que le disparé y me entregué a la policía… todos pensaban que estaba muerto, pero él se rio de to- dos y a todos los ha engañado.
Cuando percibí la seguridad de sus afirmaciones comprendí por qué a aquella área le llamaban “el pasillo de los locos”: algunos ya estaban totalmente desquiciados y otros nos manteníamos esforzadamente en la delgada línea que divide la cordura y la alucinación.
La banda de los Narcosatánicos se vino abajo el 9 de abril de
1989, cuando aprehenden a David Serna Valdez justo en los momentos en que transportaba una carga de mariguana hacia Estados Unidos, a bordo de su camioneta pick up. La policía lo detuvo a la altura del kilómetro 39 de la carretera Matamoros-Reynosa.
Tras dos días de interrogatorio, el detenido acepta que es miembro de una banda de narcotraficantes que también practican la santería y realizan ritos con cuerpos humanos. Con dicha confesión inician las investigaciones que concluyen con el allanamiento a las instalaciones del rancho Santa Elena.
—En el rancho —dice El Duby— se encontraron dos toneladas de mariguana y todos los utensilios del rito, pero lo que más llamó la atención de la policía fue un caldero en donde estaba una cabeza humana, con sangre seca, unos machetes y varios animales destazados. También se encontró una fosa con 12 cuerpos a los que se les había extraído el corazón y la sangre utilizada en ritos de salvación.
”Todos los que estaban en la fosa que encontró la policía eran parte de la misma banda. Fueron sacrificados en ritos que ellos mismos pidieron para estar en un plano más elevado —explica frenético El Duby—. A ninguno se le mató [sic]. Todos se entregaron voluntariamente al ritual y ahora ya son inmortales.”
La explicación emotiva del Duby —siempre justificando los actos cometidos, aunque a ratos externa que se arrepiente de ellos— refleja a un preso ajeno a la realidad de la cárcel, distante de estas paredes, omiso a las órdenes de los guardias, distinto en el sentir del resto de los internos.
—¿Es cierto que usabas los huesos de los sacrificados para hacerte invisible?
—Sí, para ser invisible necesitabas ponerte, como amuleto, un hueso de algunos de los que se entregaban como víctimas de re- conciliación en el sacrificio, y ya no te hacías visible a los ojos de tus enemigos… Yo pasé varias veces a Estados Unidos con mi camioneta, sin que me detectaran ni en la aduana, sólo con el amuleto.
—¿Y por qué no te hiciste invisible el día que te detuvieron?
—le grita desde su celda Ramírez Limón, quien no lo deja de tachar de loco.
—Usted cállese, compa, que a usted no hay nadie quien lo pele. Yo estoy platicando con estos camaradas, y mi pedo es cosa que a usted no le importa…
Apenas El Duby defiende su derecho a una plática sin intromisiones no deseadas cuando de manera inesperada Ramírez Limón lo reta a que se haga invisible y se meta a su celda para darse unas trompadas.
—Mire, compa —respondió El Duby—, le voy a decir una cosa y que le quede bien claro: hoy por la noche usted estará torciéndose de un dolor de panza y le saldrá por la boca una rana que va a tener en cada una de sus manos uno de sus riñones… y usted se va a morir del dolor.
La sentencia fue suficiente para que Ramírez Limón se quedara callado. Obviamente no pasó nada esa noche, ni nadie se murió de dolor de panza ni tampoco salieron ranas de la boca de nadie con riñones en las manos, pero fue una clara muestra de la forma en la que El Duby hacer valer su supremacía entre los reos de esta cárcel.
Al Duby lo transfirieron al pasillo tres del coc por un ataque
de locura que sufrió esa tarde, luego de que la enfermera del módulo 8 se negó a suministrarle el medicamento que tiene asignado de manera rutinaria y controlada para el manejo de su esquizofrenia. Y es que el personal médico de la cárcel federal de Puente Grande también se divierte observando cómo pierden el control los presos que requieren fármacos prescritos por un psiquiatra externo, que ingresa para dar consulta en casos en los que así lo determina un juez.
En constantes ocasiones, las enfermeras —desquiciadas y mor- bosas— suspenden arbitrariamente el medicamento bajo el más mínimo pretexto, tan sólo por escudriñar el grado de agresividad que manifiestan los internos. Eso propicia una respuesta más agresiva del personal de guardia, que de manera inmediata asila al preso y lo recluye en celdas de castigo.
Ése fue el caso del Duby, según lo explicó:
La enfermera le negó la pastilla de Rivotril que le correspondía para la comida; argumentó que la había olvidado en el hospital, pero a cambio le ofreció un analgésico. La omisión irritó tanto a este preso, que su reacción fue arremeter contra otros reclusos que
esperaban el medicamento en la misma fila. Así, aquella tarde del mes de junio de 2008 El Duby fue conducido al pasillo tres, a una de las celdas de castigo.
Encerrado en ese aposento, Álvaro Darío de León Valdez se olvida de pronto de la plática que sostiene, de las mentadas de madre de Ramírez Limón, de todo en su entorno, y comienza a tararear una canción imposible de identificar. A pregunta expresa, señala que se trata de un salmo que encontró en la Biblia y que él musicalizó para que se escuchara mejor.
—¿A poco no se oye más a toda madre con música? —pregunta acercándose a la celda.
—Se escucha a toda dar… Pero es un salmo a Dios —le alcanzó a decir desde la puerta de mi celda en donde me mantengo al tanto de la plática.
—Pos claro, carnalito. Los salmos son cantos a Dios, son cantos para agradar a la grandeza de Dios.
—Oye, pero tú ya te habías fugado una vez de la cárcel de San- ta Martha Acatitla, ¿no? —le pregunto para retomar la charla más allá del confuso concepto de adoración que manifiesta—. ¿Cuánto tiempo duraste fugado?
—Sí, ya me había fugado y la había hecho chido, pero una vieja me puso dedo; una ruca que conocí por un compa, pero era novia de un policía y me torcieron.
—¿Te acuerdas qué día llegaste a la cárcel por primera vez?
—Chale —suelta una risita burlona—, si estoy loco, no idiota. Cómo no me voy a acordar de mis fechas, si es lo único que uno tiene aquí. Tú porque vas llegando, pero deja que tengas cinco años y verás cómo lo único que te queda son las fechas que miras pasar en el calendario y los recuerdos de lo que hiciste para estar aquí.
El Duby ingresó el 11 de junio de 1991 a la penitenciaría de Santa Martha, trasladado del Reclusorio Oriente, de donde fue separado por incitar la violencia entre varios internos que lo buscaban para que les hiciera limpias y sanaciones. Lo querían entronizar como líder de la secta de la Santa Muerte, la cual se gestaba en el interior de ese presidio.
Pero el 16 de enero de 1992, según cuenta, se fugó de Santa Martha Acatitla, al lado del secuestrador Andrés Caletri, con quien —aseguró la prensa nacional en aquel momento— cometió diversos actos ilícitos, entre los que se encuentran múltiples asaltos a sucursales bancarias, e incluso se le asocia con el asesinato de un policía.
—A mí me volvieron a torcer —dice en un monólogo sin mayor emoción que el eco del pasillo en donde se escucha su siseante voz— el mediodía del 9 de septiembre de 1992, después de haber estado con Raquel, la muchacha que era mi novia, justo cuando salíamos de un hotel y nos dirigíamos a comprar cerveza. Después de permanecer en el Reclusorio Sur unas semanas, el juez dijo que yo era un tipo de mucho peligro y me mandó para la cárcel de Almoloya, en donde me aventé nueve años, y ya luego me trasladaron para acá, a Puente Grande, en donde ya llevo siete años (en 2011).
La voz que siempre grita desde el pasillo ordena ahora que todos nos mantengamos atentos a las puertas de las celdas; un guardia nos entrega uniforme y calzado y nos indica que nos vistamos rápido. Apenas sale el custodio del lugar cuando de nueva cuenta se abre la reja de acceso principal al corredor.
Casi entrada la noche, a este pasillo arriba una comitiva médica que comienza a revisar a cada interno; hay gente con bata blanca, enfermeras, y personas con traje y corbata. Los médicos son amables y realizan la auscultación de manera decente, piden las cosas por favor. Es claro que no se trata de personal de la institución, sino de una comisión de revisión que llegó desde el exterior.
Jesús Loya, que tiene colmillo en estos asuntos de la cárcel, comienza a hablar en voz alta para dirigirse a los visitantes; se queja de que no nos han dado de comer, y que si ellos son de alguna comisión de derechos humanos, que atiendan esa cuestión, porque hay días en que a nuestras celdas no llega alimento alguno. Uno de los de traje toma nota. Hay caras largas entre otros. La visita relámpago termina como llegó: en forma intempestiva.
Tras la partida de los especialistas, casi de manera simultánea, al pasillo tres ingresa un carrito de comida con las charolas marcadas para cada preso; hasta la celda número cinco en la que estoy gritan mi número: el 1568. Extiendo mi mano para recibir una bandeja repleta de arroz blanco, con un pedazo de milanesa encima, a la par que el cocinero expresa: “Que les haga provecho, porque al rato lo van a sudar”.
La sentencia no fue en vano: después de la lista de las nueve de la noche, cuando el frio que penetra por las ventanas chimuelas ya cala, se oye el tropel de custodios que entra y ordena a gritos: “¡Todos de pie!” Una docena de guardias encapuchados, con perros y toletes, con el bramido incesante, se sitúa en el pasillo y nos indica que salgamos de nuestras celdas.
—Muévanse, cabrones —se oyen voces y risas—. ¿Querían comer bien y a sus horas? Ahorita los vamos a pasear.
A empujones nos condujeron al patio; allí conocí al Duby. Lo vi justo a mi lado, nos sacaron de nuestras respectivas celdas casi al mismo tiempo. Tiene los pelos parados, la frente muy amplia y los ojos de niño asustado. Mide cerca de 1.80 metros; el poco cabello que le queda está entre cano y rubio, y se nota que le dedica un buen rato al ejercicio físico en su aposento.
Somos seis los que estamos en el patio; nos colocan contra la pared, como si se tratara de un fusilamiento. Los perros no dejan de ladrar, están adiestrados para amedrentar a todo lo que porte este uniforme de preso; nuestros zapatos amarillos los ponen nerviosos y los alteran sobremanera. Los guardias acercan a los cánidos a menos de cinco centímetros de cada uno de nosotros. Nos hincan.
La saliva de los animales, hedionda y caliente, se introduce en la nariz. Cada ladrido es un escupitajo en la cara. De pronto siento cómo un chorro de agua helada, a presión, pega en mi pecho y me estampa contra la pared, al igual que a los otros reclusos.Ahora todos luchamos por mantenernos de pie. Una, dos, tres, cuatro son las mangueras con las que nos acribillan en el paredón.
Los guardias siguen irritados por la denuncia de Jesús Loya acerca de la privación de alimentos. Cesa el agua y ahora llega una lluvia de macanazos que rebotan en espalda, manos, piernas, cualquier parte del cuerpo que se atraviese en la trayectoria del enfurecido brazo ejecutor de la ley. Ninguno de los presos se atreve a encarar a sus encapuchados agresores.
Después de media hora, que pareció medio siglo, la ira de los custodios quedó saciada; ahora nos ordenan que nos pongamos de pie. Como podemos, intentamos incorporarnos. El cuerpo ya no se siente, sólo en la boca permanece un rastro de sensibilidad, un sabor a fierro por la sangre, que lo mismo emana de las encías que desciende de la nariz, mezclada con el agua fría que aún escurre por el rostro.
Nos ordenan regresar a las celdas, escoltados por perros, toletes y capuchas, todos jadeantes tras la faena. Ya en nuestros aposentos, nos indican permanecer con las ropas empapadas, bajo la amenaza de que quien sea sorprendido en contraorden recibirá una nueva dosis de aleccionamiento y disciplina. La cámara que me vigila desde el ángulo superior izquierdo de la celda, me invita a que haga caso a la advertencia.
El silencio de la noche se rompe sólo de vez en cuando por los quejidos y el tiritar que ocasiona el entorno gélido. Casi al amanecer, cuando —esa vez— las ropas casi se secaban, se escucha la orden de quedarse desnudos y entregar uniforme y calzado. Otro día en esta cárcel de locos.
Y es el loco de la celda 307, El Duby, quien se sacude la pareza con un “Buenos días, compañeros, espero que hayan pasado bien la noche, cortesía del gobierno de Felipe Calderón”, lo cual ocasiona en mi interior una inequívoca mentada de madre que de alguna manera me hace sentir bien.
La rutinaria voz de “atención” me coloca frente a la puerta, a la espera de que llegue el desayuno, porque se antoja tomar algo que a uno lo haga entrar en calor. Que caliente aunque sea las yemas de los dedos.
Para variar, el desayuno llega como dos horas tarde, frío. En la charola hay huevo batido con indicios de jamón, dos tortillas y una pera. No incluye el anhelado café y me conformo con bajar los alimentos con agua de la llave, que apesta a una mezcla extraña ente cloro y lama.
—Oye, Duby, ¿dónde conociste a Jesús Constanzo? —pregunto en voz muy baja, porque no está permitido el diálogo entre presos después del desayuno. A quien se sorprenda hablando, la sanción es suspenderle la comida, pero vale la pena el riesgo para matar el aburrimiento de este encierro.
Jesús Constanzo fue ubicado como líder de la banda de los Narcosatánicos, y su asesinato se le atribuye al Duby, en hechos ocurridos el día de su detención; por tal delito purga sentencia en Puente Grande.
El Duby me contesta de igual forma, con voz muy baja, seseante, para que no se escuche en el diamante donde se halla el guardia que vigila los cinco pasillos que conforman el coc.
—Lo conocí en el Distrito Federal. Constanzo se dedicaba a realizar limpias y yo trabajaba de chofer con un señor que lo visi- taba. Me tocaba llevarlo de regreso a su casa cada vez que visitaba a mi patrón para hacerle las limpias, y allí fue donde comencé a hablar con él.
—¿Él te invitó a unirte o tú te uniste a él por gusto?
—Un día después de que lo llevé desde la colonia Doctores a su casa, me dijo que tenía que hacer unos movimientos el fin de semana, que por qué no le echaba la mano y le servía de chofer el sábado y el domingo, los días que yo descansaba. Y acepté, me fleté de chofer con él y me fue bien. Me pagó bien los dos días de trabajo. Lo llevé a Querétaro, Toluca y Pachuca en esos dos días, y me dio una buena lana; me dijo que le gustaba cómo manejaba, que me quedara, y me quedé a trabajar como su chofer.
—Pero ¿cómo te metiste al rollo de la santería?
—La verdad ni sé. Poco a poco me fui convirtiendo en su ayudante en las limpias. Yo era quien le arrimaba las cosas con las que hacía los rituales, le ayudaba a vestirse. Yo lo apoyaba en crear el ambiente propicio para que realizara su trabajo. Un día dijo que me iba iniciar y me hizo una ceremonia con más gente que acudió a su casa, y bebí sangre. Creo que esa vez fue cuando me inicié.
—¿Y tuviste que beber sangre humana? —pregunto incrédulo, tratando de hurgar más en aquel laberinto de ideas en el cual nadie sabía dónde terminaba la fantasía y dónde comenzaba la realidad, su realidad.
—Sí, la sangre de un muchacho que llegó a la ceremonia y que luego entró en trance y dijo que deseaba ofrecerse para salvarse eternamente; me ofreció su sangre para salvarme también a mí.
—¿En dónde fue el rito?
—Lo hicimos en Querétaro, en una hacienda que se localiza cerca de Guanajuato, en la casa de un amigo de Constanzo, a don- de acudimos unas 15 personas, pero yo era el iniciado principal.
—¿Te acuerdas cómo fue la ceremonia?
—Estábamos en una sala grande —se transportó a la escena—; en medio estoy yo vestido de blanco. Todos cantan a mi alrededor; se oye la voz de Constanzo transformada, dando instrucciones para que la víctima de reconciliación sea llevada a una parte de la sala, en donde lo desnudan y le untan aceites para purificarlo… —hace un silencio, como para recordar o acomodar las ideas—. Se acerca la sacerdotisa y le abre el pecho, la víctima apenas toma una bocanada de aire y se retuerce en un rictus de dolor que se olvida cuando Satanás se posesiona de Constanzo. Ahora él le saca el corazón y me lo pone en la boca; lo como. Algo me invade y hace que todo se vea distinto. Mi cuerpo flota y me siento más ligero que nunca. Se me olvidan los problemas, ya no soy yo, sino que soy yo renovado, el yo que buscan todos y que muy pocos alcanzan.
—¿Después de esa ceremonia volviste a comer el corazón de alguien?
—Cada vez que había posibilidad. Era una necesidad; la única forma de estar en comunión con el Poderoso. Ésa era la única forma de estar vivo.
—¿Sólo comiste el corazón?
—También comí cerebros, testículos, sangre y carne de diver- sas partes del cuerpo, principalmente de hombres jóvenes, que nos hacían inmunes a las balas.
—¿También los hacían invisibles?
—No, para hacerse invisible hay que comer un gato negro completo, dejar solo los huesos, y tiene que ser en una ceremonia en donde el Poderoso se posesione del maestro que lleva a cabo la ceremonia, sólo así se obtiene la gracia de la invisibilidad.
—¿Comiste gato negro?
—Constanzo nunca me dio la oportunidad, ése era un beneficio que sólo les otorgaba a algunos de sus más allegados. Era principalmente una ceremonia para gente que se acercaba buscan- do alguna limpia o protección. Era más bien una ceremonia para gente de fuera de nuestro grupo. Yo hice mi propia ceremonia para hacerme invisible cuando lo necesitara.
—¿Cómo es que también traficaban con mariguana y seguían con los ritos satánicos?
—Lo que pasa es que una vez que se extendió la fama de Constanzo y sus trabajos de protección y de invisibilidad a las balas, muchas personas comenzaron a buscarlo, vinieron desde Tamaulipas para llevarlo con un capo muy poderoso de esa región para que le hiciera un trabajo.
—¿Quién era?
—No sé, nunca supe el nombre. Pero el caso es que fuimos a Matamoros y allí estuvimos como tres meses en una finca de un señor que se dedicaba al tráfico de droga hacia Estados Unidos. Nos trató muy bien, nos atendió a cuerpo de rey; no faltó nada durante los días que estuvimos en un pueblito cerca de Matamoros, cerca de unas lagunas, allá por el aeropuerto. Y después de que trabajamos con ese señor y toda su gente para darles protección y trabajaran mejor, fue que indicó que ya nos podíamos ir; le pagó muy bien a Constanzo y le dio dos toneladas de mariguana.
—Órale, qué suertudo —alcanza a expresar en voz baja Jesús Loya, quien también está atento a la plática.
—¿Qué hicieron con la mariguana?
—Pos ni modo que fumarla… Constanzo decidió que la venderíamos a unos conocidos en Estados Unidos. Buscó quién ayudara a transportarla y comenzó a enviarla para El Gabacho. Después los pedidos fueron más constantes y luego dividíamos el tiempo entre hacer limpias con los narcos de Matamoros y comprar mari- guana para venderla en Estados Unidos.
—¿Les costaba mucho trabajo conseguir la droga?
—No, nada, porque mucha gente a la que se le hacía el trabajo de limpia o de rituales de protección no pagaba con dinero, sino que Constanzo buscaba la forma de que lo hiciera con mariguana que era más negocio porque al colocarla en Estados Unidos el precio se triplicaba, y eso no tardaba ni tres días.
—Cuando mataste a Constanzo, ¿dudaste en dispararle?
—No, en ningún momento dudaba cuando él me daba una orden. Cuando me dijo que lo matara, me aseguró que él iba a seguir vivo luego de que se fueran los policías, por eso le disparé con la metralleta que él mismo me dio.
—¿Sí sabes que él está muerto?
—Todos dice que sí, y hasta por eso me echaron estos años de sentencia, pero yo tengo mis dudas, porque a veces me habla en el sueño y me dice que no tarda en venir a sacarme de aquí, pero para eso necesito estar quietecito y no hacer mucho ruido —asegura, a la vez que baja más la voz hasta que sus palabras se convierten en un susurro que se va diluyendo en el silencio del pasillo.
—oooOOOooo—