Por. J. Jesús Lemus
En las hediondas y heladas noches de Puente Grande los aullidos de dolor eran lo más frecuente. Casi siempre el amarilloso silencio de los pasillos era roto por el grito de algún preso en martirio. De alguna manera recuerdo la noche que llegó a ese penal Sergio Enrique Villareal Barragán, El Grande, el brazo ejecutor del cartel de los Beltrán Leyva, el que se disputó el control del cartel con el que se decía su primo, Edgar Valdez Villareal, La Barbie.
Al Grande lo conocí en reclusión. Llegó a la cárcel federal de Puente Grande en la noche del 8 de diciembre del 2010. Era el día a de la Virgen de la Purísima. Muchos presos llevan la cuenta de su prisión en base al calendario religioso, nadie en la cárcel se puede sustraer de esa costumbre. El capitán José Ladislao Serrano Téllez, un reo solidario y humano, daba siempre puntual seguimiento a las fiestas de los santos. Él fue el que hizo la observación a los presos que, llenos de un extraño morbo, nos arremolinamos intentando sacar los ojos por entre las rejas de nuestras celdas para ver pasar al reo atormentado.
A Sergio Enrique Villareal Barragán los iban azotando contra las paredes. Lo puntapiés en las pantorrillas seguro era lo que menos le importaba. Lo que sin duda era su martirio sería el tolete que le iba castrando y que lo aflojaba y jalaba hacia atrás un guardia de no más de un metro y medio de estatura, que a veces le metía la mano por la entrepiernas.
Cada vez que el oficial hacía palanca, la humanidad de El Grande frenaba en seco lacerando el silencio de la noche con aquellos gritos dignos de la santa inquisición. Desde mi celda, la numero 149 del pasillo 2-B, intentaba ver la procesión del dolor que aquella noche nos regalaban los oficiales de guardia.
-Es El Grande, Sergio Enrique Villareal Barragán, jefe de sicarios de los Beltrán Leyva–dijo alguien con un dejo de asombro desde las primeras celdas del pasillo 2-B del módulo Uno. El solo nombre del reo hizo que algunos saltaran desde sus camas y se pegaran a las rejas para sumarse al sangrante espectáculo.
El estupor de los que veíamos la forma en que era sometida aquella masa que superaba los 2 metros de estatura fue el ingrediente perfecto a lo que parecía una puesta en escena desde la primera fila: cinco oficiales bajo la supervisión de dos comandantes y tres agentes del Centro de investigación y Seguridad Nacional (Cisen), dieron rienda suelta a su ira malsana.
Con toletes y puños golpearon al que fue reducido a inofensivo sicario. Lo doblaron los toletazos en el estómago. Las patadas entre la espalda y cabeza lo hacían aullar de tal forma que la piel de los espectadores se nos erizaba. Los golpes resonaban huecos, cada vez que una bota de alguno de los custodios iba en busca de la cara del reo, que no alcanzaba a cubrir con sus manos los puntos preferidos de sus torturadores.
-No que muy cabrón –le gritaba uno de los comandantes que se mantenía ajeno a la golpiza-, aquí no eres nadie, pendejo. Tus güevos se quedaron afuera. Aquí los huevos son a mi gusto.
El Grande, sangrando y desorientado, no decía nada. Apenas alcanzaba a hincarse cuando de nueva cuenta otra andanada de golpes lo rafagaban sin saber siquiera de donde provenían las agresiones. Seguro supo que tenía espectadores porque en un intento de balbuceo dijo su nombre. Hincado, a un costado del diamante de control, deletreó, como un niño de primaria, su nombre.
Una retahíla de botas intentó callarlo. Es un instituto natural, cuando los presos están al borde de la muerte, decir su nombre en espera de que alguien lo escuche, como para evitar que la muerte sea anónima. Todos los que estábamos en Puente Grande, en algún momento del ingreso dijimos nuestro nombre. El Grande buscó no morirse en el anonimato.
-Guarde silencio -gritaba insistente el comandante que venía a cargo de aquel pelotón de tortura-. No tiene derecho a hablar. Usted solo hablara cuando yo se lo indique –vociferaba rabioso el oficial.
En aquellas condiciones Sergio Enrique Villareal Barragán ya no tenía conciencia para obedecer. Se mantuvo inerte en el piso. Aun hincado casi alcanzaba la estatura de algunos de sus torturadores. En medio de un charco de sangre que se podía oler desde las galeras, volteaba lloroso y desorientado como buscando a alguien. Balbuceaba.
Abría grande la boca para jalara aire y exhalar quejidos. En el aire el olor a sangre hizo que todos los presos que estábamos atentos a la tortura, recordáramos el momento de ingreso a la cárcel federal de Puente. Todos nos dolimos esa noche de nuestro propio martirio. Las troqueladas mentes comenzaron a temblar solo de pensar en la amenaza del tolete.
-Soy el Grande… –fue la última palabra que dijo Sergio Enrique Villareal antes de venirse abajo como un árbol derribado a la mitad de la noche.
El barullo del personal médico, las carreras de las enfermeras por el pasillo lleno de ojos, hizo suponer que El Grande había muerto. No era la primera vez –y seguramente no sería la última- en que un reo moría en el rito de ingreso, o como lo llaman los propios oficiales de guardia: “terapia de iniciación como reo federal”. El grande, fue revivido allí mismo.
La Nana Fine, el amor de Jesús Loya, se presentó tan diligente como siempre. Hizo lo que mejor sabía hacer. Levantó aquel sangrante preso y lo acomodó entre sus brazos. No le importó mancharse de sangre. Parecía muy acostumbrada a eso. No le hablaba, pero con la mirada le decía todo. Lo acariciaba. Pasó una y otra vez sus manos llenas de gasas sobre el rostro criminal y el alma comenzó a bullir en el cuerpo caído. Los oficiales que estaban expectantes a la escena, dieron un salto atrás. Se vieron más sorprendidos que descansados cuando notaron como El Grande se ovilló en los brazos de la enfermera.
Desde la tribuna de espectadores nadie quería romper el emotivo silencio. Hubo un preso –lo confesó después- que se mordió los labios para no llorar. Dijo que aquello le pareció una escena digna de ser llevada al cine, y se le volvieron a rasar los ojos. Era un teniente del ejército mexicano.
El Grande fue levantado con micho tiento por parte de los oficiales que relevaron la custodia. El pelotón de tortura que lo había conducido hasta esa parte de la cárcel, que lo llevaba con destino a las celdas tapadas o de tratamiento especiales, se disolvió. Los reos que nos manteníamos expectantes al desenlace de aquella escena fuimos obligados a retirarnos de las rejas.
-Es hora de dormir señores –dijo una voz marcial desde la puerta del pasillo-. Esto no es ningún espectáculo –gritó el comandante mientras caminaba obligándonos a todos a meternos en las heladas camas de piedra que mordían.
Lo que se escuchó luego fue un trato diferente para El Grande. Un oficial se acercó al reo. Preguntó por su condición para poder caminar. Lo llevó a paso lento, mientras dos oficiales servían de apoyo al magullado preso. A partir de ese momento Sergio Enrique Villareal Barragán tuvo el control de la cárcel federal de Puente Grande, de donde no se fugó –se lo confió a uno de sus compañeros de celda-, porque no tenía necesidad de echarse al gobierno encima. Porque sus relaciones con el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa estaban bien claras y había un acuerdo de caballeros.
El control de Sergio Enrique Villareal sobre la estructura de gobierno de la cárcel de Puente Grande fue evidente. La primera instrucción que dio fue -para su seguridad- paralizar todo el movimiento del penal cuando él estuviera en movimiento. El Grande no ocultó nunca su temor de ser ejecutado dentro de la prisión por parte del grupo de Edgar Valdez Villareal, La Barbie.
Por eso ordenó a la dirección del penal que lo mantuviera alejado de la posibilidad de un atentado. La mejor manera de ello era paralizar la cárcel mientras El Grande se movilizaba de un lado a otro de la prisión, siempre con el apoyo de personal del Cisen y de personal de custodia. Sergio Enrique solo estaba en tránsito cuando era escoltado por un comandante, cuatro oficiales de guardia y dos agentes del Cisen.
El protocolo de seguridad de las prisiones federales establece que todos los internos asignados al área de Tratamientos Especiales o Conductas Especiales –celdas alejadas del área de población de procesados- deben recibir sus alimentos dentro de la estancia. Pero El Grande, de manera frecuente solicitaba que le dieran sus alimentos en el comedor general.
Nadie se oponía a ello. En la dirección del penal le cumplían sus caprichos. Entonces se paralizaba el proceso de alimentación para los otros presos. Nadie podía llegar al comedor porque estaba siendo utilizando por Sergio Enrique Villareal Barragán. Eso pasaba al menos tres veces por semana. La mayor parte de los reos nos quedábamos sin comer, o se retardaba la alimentación hasta por tres horas.
El Grande hacia sus alimentos en el mismo comedor del módulo Uno. Pronto se supo que no comía lo mismo que el resto de la prisión. En el bote de la basura, luego que Sergio Enrique Villareal había estado en ese lugar, digiriendo hasta por dos horas sus alimentos, –cuando la norma del Cefereso 2 de Occidente establece que el tiempo máximo para que un reo se alimente es de 10 minutos-, siempre quedaban restos que no correspondían a la comida asignada a la población en general.
Un cabo del ejército era experto en hurgar en el bote de la basura, siempre daba cuenta de sus pesquisas. Terminaba haciendo un festín con lo que el capo dejaba en la basura. Se deleitaba con las mitades de chocolate, pedazos de jamón serrano o “quesos hediondos”, como el los llamaba.
El Grande no fue tan evidente, como lo hizo el Chapo Guzmán en su momento. No alardeó del control que mantenía sobre el personal de gobierno de la cárcel federal de Puente Grande, pero lo mantenía. No hizo fiestas ni benefició al resto de la población con su posición privilegiada. Solo algunos de sus allegados –hombres que sirvieron con él dentro del cartel de los Beltrán Leyva- se beneficiaron con aquella posición de poder que se sabía y se comentaba entre todos los presos del módulo uno.
El mismo lo decía entre algunos de los presos que estaban asignados al mismo pasillo de Tratamientos Especiales, que mantenía una relación de amistad con el que en ese momento era el presidente de la República, Felipe Calderón Hinojosa. Eso era lo que le hacía augurar una pronta salida del infierno que era la prisión de Puente Grande.
A diferencia del Chapo Guzmán cuando tuvo el control de la cárcel federal de Jalisco, El Grande no derramó beneficios para otros reos. Era egoísta. A nadie la hacía favores. Hablaba siempre desde su celda –de un teléfono que le proporcionaban los oficiales de guardia- y no lo compartía con los otros reos que estaban dentro de ese miso pasillo.
Hubo otros internos que le hicieron llegar peticiones de ayuda, para resolver asuntos personales, principalmente de salud y económicos entre sus familias, pero nunca recibieron una respuesta en ningún sentido. Simplemente Sergio Enrique Villarreal no quería delatarse de los beneficios de que era objeto.
La población de reos comenzó a odiarlo cuando Sergio Enrique Villareal canceló las visitas de todos los internos para poder salir él a su visita familiar. El Cefereso se paralizaba cuando él decidía tener visita personal o intima. Nadie podía salir siquiera de su celda porque El Grande se encontraba deambulando por los pasillos y su temor a un atentado era tan inmenso como su humanidad. Los mismo pasaba cuando El Grande tenía alguna diligencia en cualquiera de los juzgados o cuando sus abogados lo llegaban a visitar:
todos los reos, los más de mil 120 internos que poblábamos en ese tiempo la cárcel federal de Puente Grande, teníamos que permanecer inmóviles en nuestras celdas. Había ocasiones en que los propios oficiales de guardia –para garantizar la seguridad del sicario de los Beltrán Leyva- ordenaban que todos los presos nos mantuviéramos inmobles dentro de las estancias. Ni siquiera se le podía bajar a la tasa del escusado. Tampoco el servicio médico podía acudir a ninguna parte del Cefereso, si Sergio Enrique Villareal estaba fuera de su celda.
El servicio médico que recibía El Grande era extraordinario. Mientras para el resto de los presos la consulta médica se limitaba a una atención de entre dos y cuatro minutos, con un médico que escasamente levantaba la vista para ver al interno, El Grande era atendido en su celda a cuerpo de rey. La dirección de la cárcel federal de Puente Grande dispuso que una brigada de tres médicos especialistas fueran los que le brindaran los servicios asistenciales de salud al sicario.
Él solicitaba la presencia de los médicos en por lo menos tres ocasiones a la semana. Siempre se quejó de malestares estomacales, principalmente gastritis. Por esa razón los médicos le dictaron una dieta especial baja en grasas y calorías. Finalmente él comía lo que se le antojaba, porque sus alimentos se los hacían llegar desde el exterior.
A finales de diciembre del 2010, días antes de la cena de noche buena, el Grande demostró lo que era tener el poder de la cárcel federal: hizo llegar a su celda un trio musical. Durante toda la noche del 23 de diciembre del 2010 se escuchó el sonsonete. Para nadie fue extraño que aquellas acompasadas notas salieran del área de tratamientos especiales, de donde también se escuchaba la voz del sicario de los hermanos Beltrán Leyva que gritaba el nombre de Claudia en una melancólica desesperación.
Claudia lo hacía llorar. Se notaba que Claudia era su más dulce demonio. La música del Trio comenzó al filo de las 3 de la tarde –solo hizo pausa para el pase de lista extraordinario de las 6 y el pase de lista oficial a las 9 de la noche-. La serenata se fue quedando en silencio cuando ya el reloj marcaba casi las 5 de la mañana, minutos antes del pase de lista del siguiente día. A diferencia del Chapo Guzmán, el Grande nunca pagó directamente a los custodios por el trato preferencial dentro de a prisión federal. Todo era una orden en descenso que no se sabía bien en donde comenzaba.
En punto de la soberbia, desde su celda, Sergio Enrique Villareal no escatimó en alardes para demostrar su superioridad dentro de la reclusión. Su pasaje favorito era cuando contaba el trato de amigos que mantenía con el entonces presidente de la república, Felipe Calderón Hinojosa. Le gustaba hablar y que los oficiales de guardia lo escucharan. Era como cerrar la pinza: los custodios tenían la orden incuestionable de dar un trato preferencial al Grande, y él intentaba decirles cuál era la razón de la orden recibida. Siempre se refería a Felipe Calderón como “mi amigo el Presidente”.
Eran pocos los reos que hablaban con El Grande. La mayor parte de su estancia en la celda se la pasaba haciendo soliloquios. Sin darse cuenta –por efecto de la soledad y como le pasa a casi todos los presos- los murmullos se convertían en monólogos. De pronto se escuchaba su voz que iba subiendo de tono. Hablaba de escenas cotidianas de su vida.
Mentaba madres. Rabiaba. A veces terminaba sumido en un llanto que hacía increíble pensar en su violencia. A veces la violencia le regresaba y eran los custodios asignados a su guardia los que la tenían que padecer. En no pocas ocasiones cacheteo a los escoltas que lo trasladaban de un lado a otro dentro del penal federal. El motivo recurrente de su cólera era ver movimientos de otros internos en los pasillos cuando él había ordenado total quietud para su seguridad.
En una ocasión, era la primera semana de enero del 2011, frente al pasillo Uno, en donde a su ingreso lo medio mataban los agentes de custodia, en un acto de redención ante los expectantes reos que siempre lo veían pasar, El Grande comenzó a golpear a dos de los custodios que lo resguardaban. Fue un acto de desagravio. Demostró, si decir una palabra, que él tenía el control de la cárcel. Que nada dentro de ese penal podría pasar sin que él lo dictara. Ninguno de los otros oficiales que lo acompañaban hicieron algo para detener las patadas y guantada que les propinó a los dos oficiales que llevaba a su costado.
-¡A mi ningún pendejo me va a empujar!-gritaba mientras sacudía a los dos oficiales como si fueran muñecos de trapo.
El comandante de guardia que estaba al mando del traslado en esa ocasión, volteo la vista hacia otro lado. Se hizo el disimulado. Los agentes del Cisen que supervisaban el traslado solo bajaron la mirada. No quisieron involucrase con un correctivo que pudiera venir del reo hacia sus personas. Hicieron mutis cuando entendieron que El Grande solo estaba delimitando su territorio ante los mismos presos que lo escucharon decir en la agonía de su muerte su propio nombre en voz alta. Escenas como esas protagonizó Sergio Enrique Villarreal en no pocas ocasiones, en diversos puntos del penal, siempre que se sabía observado por otros presos.
Cuando el silencio de la noche iba cubriendo la prisión, veces se escuchaba el sentimiento de El Grande. En sus soliloquios se dejaba sentir optimista. Se atenía a algo para aspirar a salir pronto de aquella prisión. “Esta cárcel no es para siempre”, terminaba por convencerse como si se lo dijera a alguien cuando lo agobiaba la inanición de la celda. Tenía –como algunos reos aprobados por el consejo técnico interdisciplinario- televisor de 8 pulgadas dentro de su estancia.
Le gustaba ver las noticias. Era fanático del noticiero de Adela Micha. Esa era su discusión favorita con algunos de los presos que estaban dentro de ese mismo pasillo, con los que mantenía a veces algunos escuetos diálogos: Adela Micha era mejor periodista que Lolita Ayala. Lolita siempre fue la Reyna del Rating dentro de la cárcel de Puente Grande, por eso, los enemigos le siguieron creciendo al Grande.
Le apasionaba hablar de su captura. Siempre se remitía al trato amable que le brindó Adela Micha en su noticiero. Por eso sentía una deuda de agradecimiento con la periodista. A lo silenciosos interlocutores del pasillo 2 de la sección de Conductas Especiales, Sergio Enrique Villareal los fastidiaba hablando del día en que lo capturó la Marina.
Contaba que no fue una distracción en su esquema de seguridad lo que pudo haber hecho que el grupo de inteligencia de la Marina lo ubicara. Le atribuyó siempre a Edgard Valdez Villarreal, La Barbie, la desgracia de su captura. Dijo que él había dado su ubicación. Por eso desde su celda vociferaba sentencias de muerte para el que una vez fuera su socio y amigo.
El Grande se embelecía contando cómo fueron los hechos el día de su captura. Narraba a los otros reos –siempre ávidos de historias que los hicieran olvidar por un momento el encierro de la prisión-, cómo fue que finalmente se entregó al gobierno.
Recreaba tanto las acciones que no en balde se ganó el mote de El Novelista. La claridad alucinante con que contaba la historia, describiendo los olores en el aire y los colores del sol filtrado por las hojas de los árboles, hacían que todos los presos proyectaran en sus cabezas su propia versión de los hechos. El daba rienda suelta a la imaginación, o tal vez era la veracidad de su memoria la que hablaba.
Contaba que la noche anterior a su captura él todavía estuvo reunido con el Héctor Beltrán Leyva, el que tomo el control del cartel a la muerte de Marco Arturo Beltrán Leyva, el que fue abatido por elementos de la Marina cuando se había rendido para entregarse.
La versión de Sergio Enrique Villareal, contada en las celdas de tratamientos especiales de Puente Grande, apuntó siempre a que El Barbas nunca encaró a los elementos de la Marina. Aseguraba que el que fue su patrón fue abatido a mansalva por los uniformados, en una ejecución extrajudicial. Pero que la noche previa a su captura, Héctor Beltrán le habló de la necesidad de entregarse por petición directa del presidente de la república, Felipe Calderón Hinojosa.
Al Grande –según contaba él- le cayó de sorpresa la decisión de su patrón de entregarse, pero él tenía la certeza de que los acuerdos establecidos con la presidencia de la república, estaban fincados en acuerdos de caballeros. Además, él mismo conocía al que era en ese momento el presidente de la república, y no lo quedaba la menor duda de que se trataba de un hombre cabal, de palabra, como casi siempre son todos los michoacanos. Apenas –contaba- estaba imaginando como planear su entrega al gobierno, cuando en plena madrugada fue despertado de manera violenta, por elementos de la marina.
Una voz anónima lo alertó de la presencia de las fuerzas federales en las inmediaciones de su residencia, en el lujoso residencial Puerta de Hierro, sobre la avenida Esteban de Antuñiano, de la ciudad de Puebla. El Grande tenía a sus órdenes al menos a 30 pistoleros que lo resguardaban. Decidió por no enfrentarse con los militares. “Se evitó una matazón”, decía con orgullo. Ordenó a su jefe de escoltas, un teniente de 45 años, apodado el Capitán, que no se enfrentaran a los marinos. Ordenó que su cuerpo de seguridad se disuadiera, pues estaba seguro que en la refriega hubieran muerto decenas de marinos. Además, -contaba- él se atenía al trato de caballeros que le había ofrecido el presidente de la republica a todos los miembros del cartel de Los hermanos Beltrán Leyva.
Porque finalmente el Grande aseguraba que conocía bien al presidente Felipe Calderón…