La Matanza de Apatzingán y la muerte de El Chayo; así nació el desgobieno en Michoacan

Por. J. Jesús Lemus

Con este equipo de trabajo, Alfredo Castillo tuvo la posibilidad de atentar contra los grupos de autodefensas y civiles en general. Bajo el principio de restablecer el Estado de derecho, transgredido por las células del crimen organizado, se dedicó a violentar a los michoacanos. Esto no puede quedar mejor demostrado que con la matanza del 6 de enero de 2015, cuando fuerzas federales, por instrucciones del mismo Castillo Cervantes, masacraron a un grupo de ciudadanos afines a las autodefensas, en la plaza principal de Apatzingán.

La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), presidida por Luis Raúl González Pérez, emitió una recomendación100 para el general secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos Zepeda; para el comisionado nacional de Seguridad, Renato Sales Heredia; para el gobernador, Silvano Aureoles Conejo, y para el presidente municipal de Apatzingán, César Chávez Garibay.

Pero el caso ni siquiera tocó a Alfredo Castillo, que quedó impune, aun cuando él tomó la decisión de ese asesinato en masa, el cual es uno de los pen­ dientes por el que el gobierno de Enrique Peña Nieto todavía puede responder ante la justicia.

Los hechos, que consistieron en dos ataques ocurridos a las 2:34 de la madrugada y a las 7:46 de la mañana de aquel 6 de enero de 2015, dejaron como saldo nueve personas muertas y diez lesionadas de gravedad. Todas estaban desarmadas; lo único que portaban, como argumentó en su momento el procurador de Michoacán, Martín Godoy Castro, eran palos y piedras, con los que hicieron frente a más de 100 efectivos de la Policía Federal, quienes respondieron con disparos de rifles de asalto, incluidos fusiles tipo Barret calibre.50 para derribar vehículos blindados.

Aunque han pasado más de 10 años desde aquel episodio, los habitantes de Apatzingán mantienen fresco el recuerdo de la masacre.  “La policía [federal] nos rodeó.  Todo estaba muy tranquilo.  La mayoría estábamos dormidos. Ya era la quinta noche que a nuestro grupo le había tocado hacer guardia [a las afueras] en la presidencia municipal, cuando los federales comenzaron a dispararnos. No hubo provocación. Ellos [la Policía Federal] llegaron disparando. Todos corrimos para escondernos. La primera balacera duró como media hora.

Cuando terminaron los disparos, nos dimos cuenta de que habían matado a uno de nuestros compañeros. Después, cuando clareó el día, los federales regresaron y mataron a otros nueve compañeros.”

Así narra los hechos Manuel Abundis, miembro de las autodefensas que esa madrugada se hallaba en el plantón de Apatzingán para protestar por el desmantelamiento del Grupo Especial que buscaba a Servando Gómez Martínez, la Tuta, el jefe del Cártel de Los Caballeros Templarios.

El antecedente de la matanza de Apatzingán es muy claro. Como parte de las acciones de Alfredo Castillo para el supuesto combate a los cárteles de las drogas en Michoacán, con el apoyo del general Felipe Gurrola Ramírez, se creó un grupo de élite cuya misión era capturar “vivo o muerto” a Servando Gómez Martínez, la Tuta. El grupo estaba formado inicialmente por 100 elementos de la Marina, la Policía Federal y el Ejército; luego se unieron otros 150 hombres de los grupos de autodefensas, para un total de 250 elementos. Por eso se le denominó el G­250, al frente del cual, por orden directa de Alfredo Castillo, esta­ ba Luis Antonio Torres González, alias Simón el Americano.

A Luis Antonio Torres, a pesar de su clara relación con Nemesio Oseguera, jefe del CJNG, se le colocó por encima del mando de capitanes y tenientes de la gendarmería. Torres decidía las acciones a realizar con el G­250 que, si bien tenía la encomienda de capturar a la Tuta, también se dedicó a proteger a los grupos de apoyo del CJNG y por lo menos en tres ocasiones negoció con los cárteles de La Familia y Los Caballeros Templarios la liberación de algunos de sus líderes que fueron detenidos. Pero más concretamente, el G­250 se dedicó a proteger a los integrantes del Cártel de La Tercera Hermandad, que el mismo Torres lideraba en coordinación con Nicolás Sierra Santana, el Gordo, jefe del Cártel de Los Viagras.

Por eso, cuando Miguel Ángel Osorio Chong supo de la transición del G­250, de ser un grupo que combatía a los cárteles para convertirse en el aliado institucional de algunos de ellos, ordenó el cese de operaciones de ese grupo.

Sin embargo, Luis Antonio Torres González no aceptó la decisión y, a través de Nicolás Sierra Santana, organizó una protesta masiva para presionar al gobierno a que reculara en la orden de desaparecer al grupo de élite, que incluso tenía en su haber, como principal logro, la captura y muerte de Nazario Moreno González, alias el Chayo, jefe fundador de La Familia Michoacana y después del Cártel de Los Caballeros Templarios.

Aun cuando el G­250 y Alfredo Castillo se atribuyeron la captura y muerte de Nazario Moreno, se trató de una falacia. A Nazario Moreno lo asesinaron los miembros de su escolta para quedarse con 7 millones de dólares que Moreno cargaba en el lomo de una mula, mientras se escondía en las montañas del sur de Apatzingán, luego de que el gobierno federal declarara su muerte, supuestamente ocurrida el 9 diciembre de 2010 tras un ataque con artillería aérea al convoy donde viajaba el capo.

Hoy se sabe que esa primera “muerte” del Chayo fue pactada entre él y el secretario de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna, quienes —según la versión de Manuel González, alias el Llavero— así lo acordaron para que a Nazario se le dejara de buscar oficialmente y se moviera como un fantasma, libremente, en el trasiego de drogas.

La segunda muerte de Nazario

La segunda “muerte” del Chayo, como se informó oficialmente en su momento, se atribuyó al G­250 y se dijo que ocurrió el 9 de marzo de 2014. Se describió que un grupo de élite de la Marina y el Ejército —el G­250—, como parte de sus tareas, había buscado, ubicado y asesinado a Nazario Moreno González. El capo había sido abatido a balazos en el enfrentamiento con las fuerzas federales. Esta versión fue avalada por el comandante del G­250, Luis Antonio Torres González, y anunciada por el comisionado Alfredo Castillo, quien aseveró que esa muerte era un logro en el avance del restablecimiento de la seguridad en el estado de Michoacán.

No obstante, está la otra versión, la que corre dentro del Cártel de Los Caballeros Templarios y que asegura que al Chayo lo asesinaron el 8 de marzo de 2014, justo en la celebración de su cumpleaños número 44. Ese día —refiere la fuente—, mientras Nazario Moreno huía de la persecución del G­250, decidió celebrar su cumpleaños junto con los 12 hombres que lo acompañaban, pero las cosas se salieron de control y esos mismos hombres que eran de su confianza y que integraban su grupo de escoltas terminaron matándolo.

De acuerdo con la fuente, que era parte de esos escoltas que dieron muerte al Chayo, Nazario inició el día de su cumpleaños con rezos y con una lectura de la Biblia. “Estaba contento por lo especial de la fecha, porque siempre le gustaba celebrar su cumpleaños”. En seguida les dio permiso a sus escoltas para que salieran de cacería. Él se quedó a seguir leyendo la Biblia.

Ya por la tarde, de entre las viandas que portaban en cinco mulas, sacó dos botellas de whisky y se las dio a sus ayudantes. Él no tomaba, pero permitió que sus hombres bebieran a discreción de aquellas botellas. Cuando sus escoltas se acabaron las botellas, le pidieron autorización a Nazario para bajar de la montaña a buscar más alcohol, a lo que el Chayo se opuso, lo que causó la molestia de algunos de sus acompañantes.

Hubo discusiones. Alentados por el alcohol, tres de sus escoltas increparon al jefe por su egoísmo de no permitir un momento de esparcimiento en medio de aquella fuga que parecía no tener rumbo ni fin. Nazario golpeó en el rostro a uno de sus escoltas, de nombre To­ más Lugo, el Kaibil, que era el más insistente en salir de la nada en la que estaban para ir en busca de más alcohol a alguno de los poblados cercanos. Lo derribó y lo siguió pateando en el suelo. Y sin mediar palabra, Nazario Moreno desenfundó su pistola y le asestó un balazo en la cabeza.

Ninguno de los demás escoltas dijo algo. Todos se quedaron callados ante la conducta violenta de Nazario Moreno. Todos guarda­ ron silencio y se apaciguaron. Mansos, obedecieron la instrucción del Chayo y dieron sepultura al cuerpo del Kaibil.

Después, la conciencia colectiva de aquel grupo de escoltas pudo más. Conociendo la inestabilidad emocional en la que se mecía siempre Nazario Moreno, a todos les dio miedo terminar como el Kaibil. Así que conspiraron contra el Chayo. En medio de una aparente calma, luego de enterrar al infortunado escolta, idearon un plan para asesinar a Nazario. Optaron por no atacarlo a la luz del día.

Esperaron a que Nazario estuviera dormido y dejara de lado el fusil AK­47 que siempre empuñaba. Antes de acostarse, Nazario todavía ordenó el rol de guardias en el improvisado campamento. Cuando dio muestra de estar profundamente dormido, los 11 escoltas que quedaban se abalanzaron contra su jefe. Nazario no pudo reaccionar ante la embestida. Lo aseguraron y le dejaron caer una piedra en la cabeza. Ya inconsciente, fue una presa fácil. Lo mataron a golpes.

Terciaron el cuerpo de Nazario Moreno sobre el lomo de la mula que cargaba por lo menos cinco costales con 7 millones de dólares. Se estima que la muerte del Chayo ocurrió entre las nueve y las 11 de la noche. Al filo de la medianoche, mientras los escoltas se repartían el dinero, la mula fue echada a andar camino abajo desde la Sierra de Santa Elena, en las inmediaciones del poblado de Naranjo de Chila, hacia el poblado de Tumbiscatío. La mula caminó toda la noche con el cuerpo de Nazario Moreno a lomo hasta que la encontró un grupo de militares que realizaban un rondín de vigilancia a 13 kilómetros de Tumbiscatío.

Los militares dieron parte al agente del Ministerio Público del hallazgo del cuerpo de un campesino asesinado a golpes. Dos horas después se supo que el cuerpo del ejecutado era el de Nazario Moreno González. En la mañana del 9 de marzo de 2014, a través de la frecuencia de radio de todos los grupos de autodefensas michoacanas, se dio la noticia de que el Chayo había sido asesinado.

Antes del mediodía, el gobierno federal, a través del secretario ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, Monte Alejandro Rubido, declaró que las fuerzas federales habían asestado el más fuerte golpe al Cártel de Los Caballeros Templarios. Oficialmente se dijo, en conferencia de prensa, que “elementos de la Secretaría de la Defensa Nacional y de la Marina ubicaron durante la madrugada [del 9 de marzo] a Nazario Moreno, con la intención de aprehenderlo, y tras un enfrentamiento cayó abatido, en hechos que se registraron a 13 kilómetros de la cabecera municipal de Tumbiscatío”, atribuyéndole la acción al G­250.

Ese fue el antecedente ficticio con el que Luis Antonio Torres insistió en que debían continuar las operaciones de aquel grupo de élite. Lo que no mencionaba era que el G­250 fue también responsable de secuestros, ejecuciones y desplazamientos forzados, los cuales, tan sólo en 2014, motivaron 216 quejas ante la Comisión Estatal de los Derechos Humanos (CEDH) de Michoacán, de las que menos de 8 por ciento se atendieron puntualmente.

En oposición a la desaparición del G­250, Luis Antonio Torres González ideó, con el apoyo de Nicolás Sierra Santana, una manifestación masiva en la plaza principal de Apatzingán, para la cual utiliza­ ron a la población civil, pagando 250 pesos por día a cada manifestante que acudiera a expresar públicamente su respaldo a la continuación de las acciones del grupo de élite.

La desaparición del G­250 se anunció el 15 de diciembre de 2014 y con ello se ordenó que todos los miembros de las autodefensas que pertenecían a ese grupo entregaran sus armas y regresaran a la vida civil. El plantón contra esta decisión se inició cinco días después del anuncio. Para revestir la protesta con un tinte más social, a la no desaparición del G­250 los organizadores del plantón sumaron otras de­ mandas, por ejemplo, un alto a los excesivos cobros de suministro de electricidad, cese de la violencia en la zona y el reclamo de salarios a los miembros de las autodefensas incorporados al G­250.

Esa protesta fue un desafío de Luis Antonio Torres y Nicolás Sierra a la autoridad de Alfredo Castillo, quien ordenó el desalojo del plantón por medio de la fuerza. En las primeras horas del 6 de enero de 2015, 44 elementos de la Policía Federal y 287 del Ejército rodea­ ron la plaza principal de Apatzingán, donde estaba concentrado un grupo de 128 civiles, entre hombres, mujeres y niños.

Los primeros disparos contra los civiles desarmados, muchos de ellos dormidos, comenzaron en punto de las 2:34 de la madrugada. Los disparos y la confusión continuaron hasta las 7:43 de la mañana. En ese intervalo, 44 mujeres fueron detenidas con lujo de violencia y sometidas por los elementos de las fuerzas federales; a 45 hombres también los detuvieron y torturaron mientras se les ponía a disposición del agente del Ministerio Público; 16 personas, entre ellos dos niños de siete y cinco años de edad, sufrieron lesiones por impacto de bala.

Un segundo enfrentamiento entre civiles y elementos del orden federal se registró entre las 7:46 de la mañana y las 11:31 horas de ese mismo día. Los elementos del Ejército y de la Policía Federal literal­ mente cazaron a los civiles que salieron corriendo de la plaza principal de Apatzingán. La segunda refriega se dio en la avenida Constitución de 1814, entre las calles de Luis Moya y Plutarco Elías Calles, donde nueve personas cayeron abatidas, tres resultaron heridas de bala y otros 12 hombres fueron detenidos y torturados arbitrariamente antes de ponerlos a disposición de la autoridad ministerial.

Con el control total, tanto de las fuerzas federales como de los órganos de justicia de Michoacán, Alfredo Castillo y su grupo de colaboradores a modo sepultaron judicialmente el caso. A la fecha, únicamente seis policías federales se encuentran bajo proceso penal por esos hechos. No hay ninguna responsabilidad penal para la totalidad de los elementos del Ejército que participaron en la matanza.

Y las muertes de Alejandro Aguirre Alcalá, Luis Gerardo Rodríguez Barajas, Hilda Amparo Madrigal Marmolejo, Antonio Sánchez Valencia, Miguel Ángel Madrigal Marmolejo, Berenice Martínez Cortez, Guillermo Gallegos Madrigal, José Luis Hernández López y Rogelio Madrigal Rodríguez siguen impunes.

La única consecuencia de esa matanza fue la destitución de Al­ fredo Castillo Cervantes como comisionado para la pacificación de Michoacán, cargo que dejó el 22 de enero de 2015. Pero el 16 de abril de ese mismo año fue premiado por el presidente Enrique Peña Nieto con el nombramiento de director de la Comisión Nacional del Deporte (Conade), donde tampoco rindió buenas cuentas.

Apenas en febrero de 2021, la titular de la Secretaría de la Función Pública (SFP) en el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador dio a conocer que Alfredo Castillo Cervantes era acreedor a una sanción de inhabilitación para ejercer cualquier cargo público por diez años, debido a que no declaró la existencia de seis cuentas bancarias a su nombre y de su esposa, las cuales suman 18 millones 300 mil pesos, que no tienen un origen claro.

La inhabilitación del hombre fuerte de Enrique Peña no es tanto porque no haya declarado la existencia de sus cuentas bancarias, sino porque no se sabe de dónde provienen sus fondos. Oficialmente, Alfredo Castillo, como titular de la Conade —cargo que desempeñó durante 43 meses, hasta el 30 de noviembre de 2018—, tenía un ingreso de 169 mil 238 pesos al mes, tiempo en el que logró un ingreso total de 7 millones 277 mil 234 pesos, por lo que no se sabe de dónde obtuvo los otros 11 millones 22 mil 766 pesos. A esto se suma el hecho de que, durante la función de Castillo Cervantes al frente de la Conade, la ASF encontró un desvío de fondos por el orden de los 128 millones de pesos, que tampoco se sabe a dónde fueron a parar.

Volviendo a la matanza de Apatzingán, la única reacción del gobierno federal de Peña Nieto, aparte de la reubicación de Alfredo Cas­ tillo, fue el cese del delegado de la PGR en Michoacán, Guadalupe Alfredo Becerril Almazán, al que se le responsabilizó de no haber integrado bien las actuaciones ministeriales contra los civiles detenidos durante la revuelta del 6 de enero en Apatzingán, lo que ocasionó que no fueran procesados penalmente y quedaran en libertad.

El procurador Jesús Murillo Karam castigó la ineptitud de Guadalupe Alfredo Becerril Almazán y se empeñó en demostrar una verdad histórica de los hechos alejada de la realidad, queriendo establecer que los civiles asesinados por las fuerzas federales fueron víctimas de un fuego cruzado al enfrentarse a la Policía Federal y el Ejército. De esa manera pretendía deslindar al Estado de aquel asesinato en masa, y así volvería a intentarlo después —como si fuera su guion favorito— en el caso de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa desaparecidos misteriosamente.

A final de cuentas, el único funcionario federal que pagó de manera simbólica por los asesinatos de Estado ocurridos en Apatzingán fue Guadalupe Alfredo Becerril Almazán, quien, en las averiguaciones que integró contra los civiles detenidos, en el afán de imputarles los asesinatos de sus compañeros, cometió errores que ni un principiante haría, como ubicar a algunos de los detenidos en dos sitios distintos a la vez o atribuirles la portación de armas que nunca aparecieron en el lugar de los hechos.

La destitución de Becerril Almazán, que instrumentó el subprocurador de la PGR Rodrigo Archundia Barrientos, sólo sirvió para abrir otro espacio al equipo de Alfredo Castillo, quien, aun cuando lo retiraron de Michoacán, siguió cuidando los intereses de algunos grupos del narcotráfico en la entidad.

El lugar de Guadalupe Alfredo Becerril Almazán como delegado de la PGR en Michoacán fue ocupado por Bertha Paredes Garduño, que además de ser muy cercana a la ex procuradora Marisela Morales Ibáñez, con quien trabajó desde la Coordinación Jurídica de la SIEDO, tenía nexos con Alfredo Cas­ tillo, ya que fue delegada de la PGR en el Estado de México cuando Castillo Cervantes estaba al frente de la PGJEM, en el tiempo en que las empresas mineras se hicieron del servicio de protección por parte de los grupos del crimen organizado.

De manera extraña pero entendible, tras la llegada de Bertha Paredes Garduño como delegada de la PGR en Michoacán se registró un incremento de la venta de servicios de protección de células del crimen organizado, cárteles y autodefensas a las mineras que operan en esa entidad. En por lo menos 12 de los 35 municipios mineros de Michoacán, grupos de civiles armados, por extorsión o convenio, se hicieron cargo de la seguridad perimetral de las minas de empresas como ArcelorMittal Steel, S.A. de C.V., Compañía Minera El Baztán, S.A., Ternium Las Encinas, S.A. de C.V, Compañía Minera Los Encinos, S.A. de C.V. y Sago Import Export, S.A., lo que siguió alentando la revuelta social.