Así viví la cárcel… eran los tiempo de Calderón y García Luna

Por. Jesús Lemus

Del libro «Los Malditos» Crónica negra desde Puente Grande

Aquel día amaneció como cualquier otro de los últimos veinte años: muy rápido y sin saber qué estaría haciendo al final de la jornada. Ni en el peor momento imaginé que, llegada la noche, estaría tirado en una habitación hedionda, bajo tortura y con la certeza plena de mi muerte a manos de alguien que ni remotamente sabía quién era. Menos iba a imaginar que los próximos tres años con cinco días los pasaría en prisión. No en una prisión cualquiera, sino en una cárcel de exterminio. En una cárcel federal, en la cárcel federal de Puente Grande.

Era 7 de mayo de 2008 y como siempre me di a la tarea de organizar mi cabeza y con ella la agenda, para ubicar el día con las notas de importancia que me permitieran ir componiendo la primera página, la contraportada y las centrales; metódicamente se trataba de la parte más difícil por resolver y la más demandante de aquel pequeño diario local llamado El Tiempo, en La Piedad, Michoacán.


El agotamiento por el trabajo era evidente, no tanto por los cierres de edición a media noche ni la cobertura informativa a destiempo, sino por la espiral conflictiva en la que estaba envuelto, luego de que el gobierno del municipio, bajo lineamientos y políticas de contentillo en materia de comunicación social, me había suspendido la publicidad oficial al considerar que la información que manejaba en mi diario era a todas luces atentatoria —ese fue el término que me escupió el titular de Comunicación Social del gobierno municipal— en contra de la imagen del alcalde.

Casualmente, aquella fecha la agenda informativa en la pequeña población del norte de Michoacán apuntaba para sacar la de ocho sin mayor problema: se había anunciado la visita de la esposa del presidente de la República al municipio, para la puesta en operación de no sé qué instalaciones gubernamentales en la localidad.

Alentado por el olfato periodístico, me dirigí al sitio donde se llevaría a cabo el acto. Sin esperarlo, se me impidió el paso al lugar, no por el Estado Mayor Presidencial, que ya estaba posicionado, sino por el director de Comunicación Social del gobierno municipal, quien sarcásticamente y con una risa burlona me indicó:

—No puedes ingresar… son ór-de-nes su-pe-rio-res —me deletreó en la cara.

Tras el berrinche y la consabida mentada de madre al funcionario municipal me retiré del lugar, en espera de buscar una nota que pudiera suplir en forma más amplia la que estaba destinada a ser la noticia del día en aquella pequeña localidad. No había caminado ni cincuenta metros de donde se me impidió el paso cuando sonó mi teléfono.


—¿Qué onda, pinche reportero, dónde andas? —me dijo del
otro lado de la línea una voz que rápidamente reconocí—. Déjate
caer la greña para acá —me señaló sin esperar la respuesta.
—¿Qué hay de nota? —pregunté casi por instinto.
—No mucho, pero vienen unas personas de Guanajuato y te
van a pasar información de unos muertos que encontraron allá por
Manuel Doblado.
—¿Cuándo fueron los muertos, comandante? —inquirí.
—Ahorita en la mañana. Están fresquecitos. Vente —insistió—,
y sirve que seguimos platicando del reportaje que traes entre manos.

No lo dudé. Enfilé desde donde me hallaba para encontrarme con aquel comandante de la Policía Ministerial del estado de Guanajuato, quien ya sabía que estaba haciendo un reportaje sobre las nuevas rutas del narcotráfico, las cuales intentaban abrir los cárteles de la droga en esa parte del país.


En menos de 10 minutos crucé la línea que divide Michoacán para internarme en Guanajuato, con la esperanza de encontrarme con aquel policía, una de mis fuentes más confiables de esa región
en los últimos dos años, quien me había prometido la nota de ocho columnas que habría de suplir el acto oficial del cual me excluyeron de manera formal.


Del lado de Guanajuato el comandante y su grupo de policías ya me esperaban. Lo vi y me estacioné a la orilla del camino. Nos saludamos como conocidos que éramos. Y fui al grano:
—¿Dónde se encuentran los muertos, comandante?
—Me vas acompañar a la oficina —expresó con una voz que desconocí, como si estuviera hablando con un extraño—, allí te van a decir en dónde están los muertos que buscas.


No externé nada. La actitud del policía se me hizo ajena. En efecto, me había traicionado. En las instalaciones de la comandancia un grupo de encapuchados me sometió. Fui esposado de manos y pies y trasladado en una camioneta. No supe en dónde estuve las siguientes 48 horas. Y cualquier tipo de tortura que pude imaginar —y otros que ni siquiera suponía que existan— los viví
durante ese lapso eterno de tiempo.

Cada vez que recuperaba la conciencia —cuando cesaba la tortura o me entregaban un acta de incriminación para firmarla, mi mente buscaba la razón de aquel suplicio. ¿Cuál era la causa?, ¿por qué el Estado desató su cólera contra mí? Primero me mostraron un acta en la que supuestamente yo reconocía ser parte de una célula de contacto con Osiel Cárdenas Guillén.

Después de una eterna sesión a base de golpes, toques eléctricos y la consabida bolsa de plástico en la cabeza, me presentaron nuevos documentos de autoincriminación en los que aceptaba pertenecer a una célula delictiva, esta vez bajo la denominación de Los Zetas, aunque terminaron por señalarme como integrante de una agrupación delictiva originaria de Michoacán. No firmé.
Nunca acepté las afirmaciones de mis captores.


No recuerdo cuántas veces perdí el conocimiento ni cuántas ocasiones pretendían que plasmara mi rúbrica en actas incriminatorias, que no firmé simplemente porque ya no podía mover la mano. Finalmente aparecí en una celda de separos del Centro de Readaptación Social (Cereso) de Puentecillas de la ciudad de Guanajuato, bajo el cargo dictado por el ministerio público del fuero común de aquella entidad, que me acusaba de delincuencia organizada y fomento al narcotráfico en la modalidad de colaboración.

Soy periodista desde 1988, cuando comencé a redactar noticias para un modesto diario de circulación local llamado El Cruzado, en la zona norte de Michoacán, a cuatrocientos kilómetros de la ciudad de México, en donde pasé de ser reportero a jefe de información y luego asumí la subdirección. Posteriormente colaborador como reportero en periódicos como La Voz de Michoacán y La Jornada, hasta llegar a la dirección del periódico local El Tiempo de La Piedad.


Desde este último diario, en el que también me desempeñaba como editor general, intensifiqué el periodismo crítico, fundamentado en hechos y voces populares; hice señalamientos que dolieron al gobierno federal y al local. La última publicación fuerte que realicé giraba en torno de una averiguación previa sobre pederastia que se había iniciado desde un despacho de la Procuraduría General de Justicia del Estado (pgje) de Michoacán, en la que se incriminaba a distinguidos políticos locales.

Ahora estaba en el Cereso de Guanajuato, en medio de un proceso plagado de inconsistencias… Por fortuna, apenas a unas horas de no mantener contacto con la redacción del periódico, mi desaparición fue reportada a la corresponsalía de la agrupación Reporteros Sin Fronteras. Eso me salvó de aparecer ejecutado en algún camino rural de Guanajuato, decapitado, y con una leyenda
incriminatoria para crear un falso positivo, tal como fue el signo del gobierno de Felipe Calderón.

Tras unas horas de mi reclusión, al juez federal que tomó mi caso le pareció suficiente el hecho de que el propio comandante, que por años había sido mi fuente informativa, me señalara como
miembro de una célula criminal de Michoacán, y no dudó en otorgarme el auto de formal prisión.

A los tres días de tal resolución, el ministerio público federal adscrito al juzgado segundo de lo penal en Guanajuato solicitó al juzgador —a propuesta del gobierno de Guanajuato, a través de la
Procuraduría de Justicia del Estado— que se me reubicara en un penal federal, dado el “nivel de peligrosidad” que yo representaba.


Apegado a derecho, el juez instruyó un estudio criminológicopara determinar mi grado de peligrosidad, el cual fue realizado por una perito del Cereso de Puentecillas.


—Jesús Lemus —me llamó la especialista desde la puerta de la
celda en la que permanecía, en el área de ingreso del Cereso—,
acérquese, le voy a realizar unas preguntas.
—Dígame —contesté, a la vez que me acercaba a la celda.
—¿Cómo se llama? —preguntó sin verme siquiera a la cara.
—J. Jesús Lemus Barajas —respondí.
—¿Qué edad tiene?
—Cuarenta y un años cumplidos.
La entrevistadora guardó silencio. Hizo algunas anotaciones en
una libreta de forma francesa. Se dio la media vuelta y se alejó.

Ese fue el “estudio criminológico” que me catalogó como sujeto de alta peligrosidad, candidato a una cárcel federal de exterminio. El dictamen me lo comunicó el actuario del juzgado segundo
de Guanajuato, en una notificación que se me hizo al filo de las 10 de la noche del 22 de mayo. Me llamó a comparecer ante el notificador y allí me dictó la primera de varias sentencias, de una venganza que no sabía exactamente de dónde provenía, pero que sin duda tenía todo el apoyo de las altas esferas del gobierno federal.

—Jesús Lemus —dijo el notificador—, por acuerdo del juzgado se ha determinado su traslado al penal federal de Puente Grande, acto que se deberá verificar en los próximos cinco días hábiles.

—¿Cuál es la razón de mi traslado? —pregunté desconcertado.
—La decisión fue tomada por el juez —me explicó con frases
cortas—. Es con base en un estudio criminológico.
—¿Qué dice el estudio? —inquirí.


Sin verme a la cara, el actuario comenzó a hurgar en el legajo que llevaba. Se acomodó los lentes y desde el otro lado de la rejilla me comenzó a leer un texto lleno de tecnicismos que a él mismo
lo cansaron y optó por abandonar la lectura, para explicarme: —En resumidas cuentas —habló mientras desviaba su mirada hacia mis hombros—, el estudio dice que usted es una persona
altamente peligrosa, que pone en riesgo la estabilidad del Cereso, toda vez que puede crear un arma letal a partir de cualquier instrumento cotidiano que se le proporcione. Ésta es la consideración que ha tomado el juez para trasladarlo a la cárcel federal de Puente
Grande, en el estado de Jalisco.


El traslado de Guanajuato a Jalisco se verificó la mañana del 27 de mayo, bajo un operativo instrumentado por la entonces Agencia Federal de Investigaciones (afi), con el apoyo de una unidad del Ejército mexicano. Desde el Cereso, esposado de pies y manos, cinco agentes fuertemente armados al frente y otros cinco elementos caminando detrás de mí, me condujeron hacia una camioneta Suburban que durante el trayecto hasta Puente Grande fue escoltada por tres camiones militares, pues al final de cuentas llevaban a un reo de “alta peligrosidad”.
En Puente Grande permanecí preso tres años y cinco días, acusado de delitos graves, incomunicado, humillado y maltratado por el Estado mexicano, el cual se encargó de retrasar mi proceso judicial, pues para desahogar una sola audiencia que en cualquier juicio ordinario duraría de dos a tres semanas, en mi caso transcurrieron seis meses para ser atendido en el juzgado.

En agosto de 2010 recibí una noticia devastadora: mis abogados defensores habían sido asesinados, justo a la mitad del proceso penal; quedé en estado de indefensión más de ocho meses —debido también a la incomunicación que padecía—, hasta que pude contar con un abogado de oficio.


Durante mi estancia en la cárcel federal —donde permanecí aislado y desnudo en una celda en la que sólo podía ver la luz del sol a través una rendija—, me mantuvieron en pie el amor de mi
esposa y el cariño de mi hija, además de mi pasión por escribir y narrar el diario acontecer de mi entorno.


En los días largos, inundados de la más fría soledad y de la más agobiante angustia, encontré el consuelo suficiente en el oficio de ser periodista: comencé a imaginar que preparaba un gran reportaje y me dediqué a registrar todo lo que pasaba en mi entorno.

Mentalmente comencé a redactar notas informativas que poco a poco se fueron plasmando en cartas que sacaba a hurtadillas, tras las visitas que mi esposa y mi hija me hacían cada 15 días.
Los textos fueron transcritos en papel sanitario —era lo único que me permitían tener en mi celda— con una punta de carbón de un lápiz que alguien solidario me regaló en un cubículo de
atención psicológica, mientras preparaba mi perfil psicocriminal exigido por el Centro Federal de Readaptación Social Número 2 de Occidente.

Durante los mil cien días de mi cautiverio nunca dejé de escribir; la pasión que siento por el periodismo me mantuvo vivo en esa cárcel de tortura: me levantaba (despertado por el frío) en
horas de la madrugada y con la luz que se filtraba del pasillo hacia el interior de la celda; me tendía en una fría mesa de concreto a escribir la crónica de la noche y del día anterior; siempre había algo que narrar, desde las incursiones nocturnas de los guardias a las celdas para golpear a alguno de los otros presos que vivían en ese mismo pabellón, hasta los gritos de angustia y sufrimiento de los internos que a veces, como yo, eran presa de sus pesadillas en aquellas mansas noches que calaban cada hueso del cuerpo amortajado por la desesperación.

Esas gélidas noches y los penosos días de mi aislamiento en la cárcel federal incubaron las narraciones más apasionadas que he logrado a lo largo de mi vida profesional. En esos textos, hilvanados poco a poco tras amargos amaneceres detrás de los barrotes —que siempre dejaban en la boca un sabor a tristeza y sangre—, se describen hechos cotidianos simples de un hombre simple, llevado al extremo de su condición humana. Los relatos se transformaron en un compendio gracias a la tenacidad de mi esposa, quien siempre buscó la manera de archivarlos, con la esperanza de que un día vieran la luz pública no para develar una verdad, sino por el hecho
de ir armando pacientemente un retrato de palabras.