Reclutados por el Narco o las Autodefensas, Los Niños de la Guerra, una realidad que lacera

Los carteles que al día de hoy operan en sus diversas actividades delictivas, con menores de edad reclutados a la fuerza entre sus filas, son Los Zetas, Del Golfo, La Familia Michoacana y Los Caballeros Templarios, los que a cambio de la delictividad infantil ofrecen salarios que van entre los 250 a los 500 pesos diarios

Por. J. Jesús Lemus

Nunca se han ido. Desde hace más de siete años están allí. Son los Niños de la Guerra, los niños a los que la violenta Guerra Contra el Narcotráfico ─iniciada en el gobierno de Felipe Calderón y continuada por la administración de Enrique Peña Nieto y oficializada por el presidente López Obrador─ les ha arrebatado todo: infancia, familia y paz, pero sobre todo el futuro.

Los Niños de la Guerra son y siguen siendo en México una dolorosa realidad. No existe una cifra exacta que indique de manera oficial cuantos niños en nuestro país hoy viven y duermen empuñando un arma de fuego. Ni siquiera existe una estadística que refiera en cuántos conflictos armados, de los 907 que existen en México, hay menores de edad interviniendo.

Como casi todo en el acontecer mexicano, el problema de los Niños de la Guerra se supedita solo al trabajo reporteril; mientras la autoridad desconoce el número de niños involucrados en la cotidianidad violenta, fuentes al interior de los carteles de las drogas, refieren que al día de hoy son por lo menos unos 200 niños, con edades entre los 11 a los 17 años de edad, los que han sido reclutados para actividades criminales.

Los otros Niños de la Guerra, los que se han sumado a los grupos de autodefensa, para establecer un dique de contención a los carteles de las drogas y a los diversos grupos delictivos que asedian a las poblaciones más marginadas, se estiman en por lo menos 300 menores, los que en la mayoría de las veces actúan como guardias improvisadas.

Los carteles que al día de hoy operan en sus diversas actividades delictivas, con menores de edad reclutados a la fuerza entre sus filas, son Los Zetas, Del Golfo, La Familia Michoacana y Los Caballeros Templarios, los que a cambio de la delictividad infantil ofrecen salarios que van entre los 250 a los 500 pesos diarios.

Por su parte, los grupos de autodefensa que incluyen menores de edad entre sus filas, principalmente los que operan en Michoacán y Guerrero, no registran pagos salariales a los niños que se suman a sus filas. “Lo hacen por voluntad propia, a cambio de nada, solo para garantizar la seguridad de sus familias y sus comunidades”, explicó el comandante Remigio Ortega, jefe de un grupo de autodefensas en Tepalcatepec, Michoacán.

Esta misma versión fue sostenida por el Hilario Peña, integrante de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias de los Pueblos Fundadores (CRAC-PF) en la localidad de Ayahualtempa, del municipio, José Joaquín de Herrera, en Guerrero, quien explicó que los niños que se incorporan al grupo de autodefensas en esa parte de La Montaña, “no perciben salario”; es suficiente con saberse parte del grupo de hombres y mujeres que defienden con sus propios medios a su pueblo.

La delincuencia, su única opción

Pablito acaba de cumplir 17 años el pasado 2 de mayo. Es la misma fecha en que en el 2020 recibió una sentencia de 15 años de prisión por los delitos de homicidio, delincuencia organizada y portación ilegal de arma de fuego (un Ak-47). A él se le relaciona con una célula criminal del cartel de La Familia Michoacana que opera en la Ciudad de México.

Sonríe. Las pecas se le resaltan en la tez blanca que se torna en amarilla por la falta de sol. Dice que la pasa bien dentro del Tutelar para Menores No. 1 de San Fernando, en la Ciudad de México, a donde ingresó el 5 de agosto del 2018, cuando apenas tenía 14 años. En la cárcel ha hecho buenas amistades. Sobre todo, se siente seguro. Sus compañeros lo tratan bien y los guardias le dan un respeto que nunca había conocido.

Desde que tiene memoria, Pablito no recuerda haber recibido un trato digno como el que ahora tiene en la cárcel: desde niño, con solo cinco años de edad ─cuenta─ en su casa lo veían como un estorbo. Su padre lo golpeaba a la menor provocación y su madre nunca tuvo tiempo de atenderlo. Sus hermanos mayores lo pateaban. Hasta su abuela desquitaba su furia en él.

Con solo siete años de edad, su padre lo obligó a traer el sustento a la casa: su primer trabajo fue en el paradero de camiones de Pantitlán, al noreste de la Ciudad de México. Allí ayudaba a limpiar y a barrer los camiones del transporte público. A veces, ayudaba como cobrador, pero casi siempre los traían de “mandadero”. Era el que iba por las tortas y los refrescos para muchos choferes que llegaban a la base.

No pocas veces fue víctima de pasiones antinaturales de algunos de los choferes a los que les limpiaba sus camiones. No recuerda cuantas veces fue violentado sexualmente, pero no se le olvida cómo abusaban de él llevándolo a los asientos traseros del camión: “Casi siempre era en la noche, cuando el camión salía de la ruta”, cuenta mientras se le llenan los ojos de lágrimas, “por la impotencia y la vergüenza”, dice.

En el paradero de Pantitlán, lavando camiones y haciendo mandados, duró trabajando “como cinco años”. Luego, alguien ─que no quiere mencionar por su nombre─ le ofreció otro trabajo allí mismo. Se hizo narcomenudista. Comenzó a vender cocaína y cristal a muchos de los choferes que llegaban a la terminal, incluso a algunos de los que llegaron a abusar de él. Así se ganó el respeto de sus victimarios.

La persona que lo enroló en el narcomenudeo le dio todo su respaldo. Le dijo que si alguien lo molestaba que se lo dijera para ponerlo en su lugar. Pablito nunca acusó a nadie porque sí, solo señalaba a los que no querían pagarle la cuenta de la venta de drogas. Tras la acusación, los clientes “mala paga” aparecían golpeados, con algunas costillas rotas o con el cabestrillo cubriendo la mano fracturada. Pablito por fin se sintió que pertenecía a algo.

La venta de drogas en el paradero Pantitlán era rentable para Pablito, él se llevaba el diez por ciento de comisión. Había días que llegaba con 2 mil pesos a su casa, los que lograba en solo dos horas de “trabajo”. También para el cartel de La Familia, que lo había reclutado, era rentable el trabajo del muchacho.

Por eso luego lo retiraron de Pantitlán. El que lo contrató como narcomenudista lo encomendó a otra labor: “Me encargaron la entrega de paquetes de cocaína y cristal, para llevarlos a algunas tienditas (casas de venta de drogas al menudeo) que están por el Zócalo”, en del centro de la Ciudad de México.

Con apenas 13 años de edad, pero con una estatura de un metros con 70 centímetros, Pablito comenzó a coordinar la operación de un grupo de 20 personas, mujeres y hombres todos mayores de edad, que vendían drogas a solo unos metros del Palacio Nacional, la sede del poder político del gobierno federal mexicano.

Hacia finales del 2017, Pablito ya comandaba a un grupo de narcomenudistas y era el jefe de un grupo armado de la Familia Michoacana dentro de la Ciudad de México. En esas fechas encaró la disputa por el control del territorio con miembros del cartel de Tepito. Fue una pelea que costó muchas muertes a ambos bandos, de las que una de ellas le fue atribuida a él.

Pablito fue detenido por elementos de la policía investigadora de la Ciudad de México luego de haber asesinado a un integrante del cartel de Tepito. Fue detenido en Iztacalco el 3 de agosto del 2018 cuando viajaba a bordo de su camioneta ─que él mismo se compró─ cuando hacía la entrega de drogas a las tienditas de La Familia.

El arma que portaba, un rifle de asalto Ak-47, era la misma que se había utilizado cinco días antes en el asesinato de un narcomenudista en la colonia Moderna de Ciudad de México. Pablito fue presentado ante el Agente del Ministerio Publico y posteriormente internado en la cárcel para menores de San Fernando, en donde hoy está resignado a pagar la sentencia que le dictó el juez apenas el año pasado.

Dice que no tiene miedo. Que está dispuesto a cumplir “de cabo a rabo” con la sentencia impuesta. Él se reconoce culpable de los hechos que se le imputan. Hay un dejo de arrepentimiento en su mirada. Se sonríe para si mismo. Se encoje de hombros ante la pregunta inútil del reportero. Dice que no hay incertidumbre en su futuro: “Voy a pagar lo que tenga que pagar”. 

─¿Y después, qué sigue?

─Nada. Salir de la Cárcel y hacer mi vida. No tengo opción. Nunca he tenido opción.

Los autodefensas, nada distinto

En el drama de los Niños de la Guerra que se vive en México, no hay diferencia de qué lado de la guerra se esté. Cuando se toman las armas se padece igual. También del lado de los buenos, se sufre. Para escribir este texto fui en busca de Antonio, un niño autodefensa que conocí en Tancítaro, Michoacán, allá por el 2013.

Un tiempo estuvimos en contacto telefónico, pero luego la comunicación se fue diluyendo hasta quedar en nada. A ocho años de que lo conocí, volví a Tancítaro para buscar a Antonio y verlo otra vez sonriente y florido como en aquellos días del inicio de los grupos de autodefensa en Michoacán. Pero la realidad me sacudió:

Antonio está desaparecido desde hace dos años. Un grupo del cartel de Los Caballeros Templarios se lo llevó, y desde entonces nada se sabe de él. Su familia, su madre y sus hermanos, dejaron la casa en Michoacán. Desde octubre del 2019 emigraron hacia Tijuana con la intención de obtener el asilo político en Estados Unidos, pero aun no logran. La familia sigue radicada en Rosarito, Baja California, a la espera de una oportunidad para cruzar hacia el Norte.

A Antonio lo conocí cuando ya tenía dos años de haberse integrado a los grupos de autodefensa en Tancítaro. Para entonces ya había matado a cinco miembros del cartel de los Caballeros Templarios. Lo recuerdo sonriente. Orgulloso. Él sentía que estaba haciendo lo correcto. En su momento me dio que no tuvo alternativa de escoger la vida que llevaba: “Cuando vi cómo mataron a mi papá”, me confesó, “supe que éste sería mi destino”.

No quitaba lo ojos del suelo. Cuando hablaba acariciaba el AK-47 terciado sobre las piernas. De momentos se veía como un niño que estaba a punto del llanto, pero se recomponía. Le brillaban los ojos y apretaba las quijadas. El odio se le desbordaba por el escuálido cuerpo de entonces apenas 13 años, cuando ya parecía un hombre en pie de guerra.

Decía que no sabía cuándo fuera a terminar su participación en las autodefensas, los grupos de civiles armados que nacieron en Michoacán para protegerse de los cárteles de la droga. Pero de una cosa estaba seguro: no se iba a separar de su rifle hasta que hubiera cobrado venganza. Se juró matar a los tres que a quemarropa asesinaron a su padre.

Como en adelantos de una película intentaba describir la noche en que un comando de Los Caballeros Templarios irrumpió en su casa. No alcanzaba a contar la escena del asesinato cuando le ganaban los sollozos. Se mordía los labios hasta casi sangrarlos. Volteaba hacia otro lado, para ocultar el dolor. Respiraba profundo. Se serenaba y retomaba la conversación.

“A mi papá lo mataron solo porque no quiso irse a trabajar para los Templarios”, me contó con los ojos rojos de furia. Fue uno de los cientos de hombres asesinados delante de su esposa e hijos. Después de la muerte de su padre, contó Antonio, la familia abandonó la casa. Dejaron el lugar porque nadie quiso volver a revivir la escena limpiando la enorme mancha de sangre que se quedó calcada en el piso de cemento.

La viuda y los tres huérfanos se fueron a vivir con los abuelos maternos a otra comunidad cercana a Tancítaro. Desde ese día el más pequeño de los hermanos no volvió a decir una sola palabra, y su madre enfermó de diabetes. Solo en el cuerpo de Antonio bulló la venganza.

Hasta antes de entrar a la guerra, Antonio era un niño normal. Era uno más de la chiquillada que creció corriendo y soñando por las estrechas calles de Tancítaro. Su vida transcurrió, como la de muchos niños de esa zona de Las Montañas de Michoacán, entre los quehaceres de la casa y la obligación de la escuela.

A Antonio le gustaba jugar por las tardes al futbol y se pasaba largas horas viendo los programas de comedia en la televisión. Soñaba ─me dijo─ con ser doctor y por eso se esforzaba en la escuela con las matemáticas. El amor ya se despertaba en él, pero pudo más el odio cuando la vida le cambió radicalmente.

Era muy desconfiado. Para lograr la entrevista de aquel tiempo, solo aceptó reunirse conmigo luego de varias intermediaciones de otros autodefensas. Solo así aceptó contar su historia.

En la escuela primaria a la que iba, su nombre ya estaba envuelto en un halo de fantasía y leyenda. Algunos de sus compañeros hablaban de Toño… el niño que se fue a la guerra. Le atribuían victorias ganadas sobre el cartel de los Templarios.

Otros lo recordaban con la resignación del que saben lejos y perdido. Sus maestros no quisieron hablar de él porque en esta región nadie nombra a los que tomaron las armas. Son solo héroes anónimos que luchan contra las células del cartel que una vez se adueñó de la vida de todos.

A la orilla del camino que va de Tancítaro a la comunidad de Pareo fue la cita. Es la zona que Antonio tenía asignada a su control. Es el corredor Templario que comunica La Montaña con Tierra Caliente. Es el principal punto de movilización de algunas células que se mantienen activas y escondidas en el cerro de Tancítaro.

El niño autodefensa, con 12 hombres armados a su mando, en ese momento se alejó del grupo para atenderme en la entrevista. Reorganizaba el retén. A unos de sus hombres los movió a varios metros detrás de la barricada. Era como un general en el cuerpo de un niño. No quitaba las manos del fusil de asalto que le colgaba a la altura de la cintura y que manipulaba como si fueran los manubrios de una bicicleta.

En aquel encuentro, con una sonrisa intentaba suavizar el drama de la guerra. Escudriñaba atento los movimientos de la grabadora en la mano. El rostro se le tornaba serio cuando recordaba a su padre asesinado. Me dijo que nunca se imaginó tener que vivir con un rifle en las manos, porque en su casa nunca hubo armas. Se le notaba en sus palabras que la sed de venganza lo ahogaba todas las noches.

“No lo pensé mucho”, me dijo. “Primero pensé en comprar una pistola y buscar a los asesinos de mi padre, pero luego supe de las autodefensas y me enlisté”. Incorporarse a los grupos de autodefensas fue fácil. Dos días después de que mataron a su padre, apenas lo sepultó, se presentó en una barricada que estaba sobre la comunidad de Apo, en el camino a Los Reyes. Allí le platicó al comandante del grupo que quería ser parte de la resistencia al crimen organizado.

Le preguntaron las razones y él argumentó la pesadilla de ver morir a su padre. Lo aceptaron en las filas, pero le dijeron que tendría que esperar turno para portar arma. Los fusiles son otorgados en función de los que pueden incautar a los templarios abatidos o detenidos. Otra alternativa fue comprársela al “Gringo”, uno de los que venden armas a los civiles alzados en todo el estado de Michoacán.

La edad no fue impedimento para sumarse a la guerra. En otros grupos de autodefensas de Tierra Caliente, Los Reyes y la Costa también hay niños. A todos los menores armados los mueve la venganza por la muerte de algún familiar directo. Se estima que entre los cerca de 2 mil efectivos de las autodefensas que siguen activos en Michoacán, al menos unos 250 de ellos son menores de 18 años.

Más de la mitad de los niños que siguen en la Guerra en Michoacán tiene edades que oscilan entre los nueve y los 17 años de edad. Todos los menores antes de sumarse formalmente a las filas reciben instrucción paramilitar básica. A todos los adiestran en el manejo del fusil Ak-47. A Toño, la puntería se le daba naturalmente.

Apenas a dos días de haber entrado a las autodefensas, con un arma prestada, lo asignaron a las rondas de vigilancia por las inmediaciones del Cerro de Tancítaro. Para no tener que esperar la dotación de un arma incautada, Toño optó por comprar un fusil. Vendió una motocicleta que era de su padre, por la que le dieron 4 mil pesos y con ello pudo pagar el “Cuerno de Chivo” que no soltaba en ningún momento.

“Con este fusil ya he dado de baja a cinco templarios, pero todavía me faltan los que yo quiero”, me dijo, como si se tratara de un proyecto a futuro.

Él sabía bien quiénes eran y por dónde se movían los que asesinaron a su padre. “Siguen activos, son los mañosos que luchan por sobrevivir, después de que cayó ‘La Tuta’”, me confió. Desde entonces ya les seguía la pista. Él decía que sus perseguidos no se habían ido del estado porque los tenía cercados en La Montaña de Tancítaro. Confiaba en que pronto los pudiera “dar de baja”.

Desde entonces la Policía Federal ya colaborado con el grupo de autodefensas al que pertenecía Toño. Los propios policías le entregaron fotografías y expedientes de Los Templarios que mataron a su padre, y por ello es que los tenia bien ubicados, a la espera de poder encararlos en cualquier momento.

No lo pensaba mucho para decir lo que haría cuando se encontrara con los que mataron a su padre. “Los voy a matar de rodillas”. Se le hacían más profundos los ojos. “Ojalá que tenga la posibilidad de agarrarlos vivos. Ese sería mi mayor gusto”. El niño se llenaba de coraje. Hablaba como olvidándose de la entrevista y comenzaba un soliloquio que acompañaba frotando el fusil que colgaba como una extensión de su persona.

“Más les vale que mueran en un enfrenamiento, porque si los agarro vivos, me los voy a tragar a pedacitos. Los voy a torturar para que paguen todo lo que hemos sufrido en la casa por la muerte de mi papá”. Antonio ya sabía lo que es matar. Me dijo que no se siente nada. Que al principio da un poco de miedo de estar pensando, pero luego se quita.

“Se siente en las manos cuando con el cuerno (AK-47) bajas a alguien. Aunque no lo veas caer, hay algo que te dice que lo mataste, y a veces se siente bonito”.

Antonio ya había estado 10 ó 12 veces en combate, no recordaba bien, ya había perdido la cuenta de las veces que había disparado su arma. Dijo que tenía apenas como tres meses de estar en el grupo de autodefensa cuando bajó a dos sicarios de Los Templarios en un enfrentamiento. En otra ocasión mató a tres y eso le valió para que lo dejaran como encargado de grupo.

Sus hombres lo llamaban por su nombre porque no quería que le dijeran comandante. El grupo que comandaba Toño, que todavía está en activo, está formado en su mayoría por adultos. Hay un hombre de 77 años que decidió tomar las armas para vengar a su hijo secuestrado y muerto por los Templarios. Don Pablo se vía extraño cuadrándose frente al niño de piel curtida por el sol.

“Es uno de los hombres más leales que tengo”, me explicó haciendo una pausa a la entrevista, luego de darle permiso para dejar la guardia y comer. Ese día en la barricada hubo puerco en sancocho y frijoles con tasajo de res. Las mujeres de la comunidad de Pareo eran las que llevan de comer a los hombres que mantenían la seguridad de esa localidad, donde los templarios violaron a decenas de mujeres y mataron al doble de los hombres.

Luego retomó la entrevista. Volvió a hablar de la sensación agradable que deja la muerte de sus enemigos. Me dijo que a los cinco templarios que llevaba en su cuenta personal los mató a una distancia de más de 100 metros. “A todos me los bajé con el Negro”. Así le llamaba a su fusil.

Casi todos los hombres de las autodefensas les tienen nombre a sus armas. Toño le puso “El Negro”, a veces le decía “Bonito”. Lo miraba. Lo acariciaba como a un niño. Hasta parecía que le cantaba una canción de cuna. Lo arrullaba en sus manos. “Si viera que bonito cacarea cuando estamos en combate”. Me dijo que a veces sentía que “El Bonito” le hablaba. “Me dice que me duerma cuando no puedo conciliar el sueño. Él es el que me recuerda que debo ir a ver a mi mamá cada domingo”.

Así, Antonio no soltaba para nada al “Negro”. No lo dejaba ni para visitar a su mamá al rancho de sus abuelos. Decía que le dolía ver cómo su hermano menor llevaba entonces dos años sin poder hablar. Eso lo ponía muy triste.

En las autodefensas no le pagan, no reciben algún salario. Pero es ley que se puede quedar con las posesiones que Los Templarios muertos tengan tras el momento del combate. Antonio esperaba tener suerte en cada enfrentamiento con las células de sicarios para ver si de allí podía obtener unos pesos que le permitieran ahorrar para llevar a su hermano al médico.

“Me da mucha tristeza”, me confesó. “Me parte el alma ver a mi hermanito sin poder decir una palabra y siempre con la mirada fija en la pared”. Antonio sabía que esa era la consecuencia psicológica de su hermano de haber visto cómo asesinaban a su padre, y se le nota más el odio que tiene hacia el cártel.

Aun en plena mocedad, Antonio no pensaba en el amor. Entonces había una muchachita en Apo que le gustaba, pero él se sabía destinado a otras cosas. “En la guerra no puede uno tener novia. Te descuidas y en un rato la dejas viuda”, me dijo en su razonamiento. No quería que nadie le llorara si lo llegaban a matar.

Por eso, como todos los autodefensas de Michoacán, Antonio había renunciado al amor. Muchos dejaron esposas, otros no quieren tener novia. Todos en el grupo de Toño son autodefensas solos. “Mi novia es la guerra”, decía. Entre ellos se ven como hermanos. Son la única familia que se tienen. Ser autodefensa es como un ministerio de fe, donde se comulga con balas.

El único amor que movía a este Niño de la Guerra era el de su madre. Le preocupaba la salud de su mamá. A ella se le había agudizado la diabetes, a grado tal que a sus entonces 43 años parecía ya una anciana de 70. Cada domingo la visitaba y procuraba llevarle frutas del mercado.

La gente, en esta parte de Michoacán, ve con buenos ojos a los autodefensas y para ellos todo lo que quieran o necesiten comer es gratis. A Toño no le gustaba abusar de esa condición, pero cuando se trataba de llevar una fruta a su mamá sí aceptaba los regalos que le hacían en el mercado a su paso. El domingo pasado a la entrevista le llevó higos, duraznos y mangos. Su madre se lo comió a besos y lo bañó de bendiciones, según me contó. “Lo más duro es cuando regreso de la casa para volver a la guardia. Se me queda un pedazo de vida al lado de mi mamá”, dijo cabizbajo.

En aquel momento, como si fuera visionario, Antonio dijo que sabía cuándo se fuera a termina la guerra. “Esto va para largo. Los Templarios son como cucarachas: se multiplican por todos lados. No podemos acabarlos, aunque ya hemos bajado a muchos”. Reflexionaba. Una sombra de duda pasaba por su rostro. “Esta guerra a lo mejor nos lleva toda la vida, pero ojalá que no”.

Él tenía ─muy en lo profundo─ sus propios sueños. No quería morirse en la barricada. Le gustaría seguir estudiando para llegar a ser médico, me confió. Dijo que su sueño más anhelado era despertar un día en su cama y saber que todo lo que había vivido, desde la muerte de su padre hasta la enfermedad de su mama, había sido una pesadilla.

Ese era el pensamiento con el que dijo que dormía todos los días. Era el pensamiento que lo acompaña mientras se tendía sobre los cartones improvisados como cama, cuando clavaba sus ojos negros en la noche negra de Michoacán.

Me contó que tardaba en conciliar el sueño y por eso comenzaba a contar las estrellas que cintilan. Imaginaba que son de lumbre y que las podía ir apagando con solo soplarles desde acá. Antes de dormir, con el “Bonito” velándole el sueño, el niño soñaba. Imaginaba que regresaba con su mamá, que la abrazaba y que le decía que por fin vengó la muerte de su padre.

Entonces ─narró─ su padre, desde la tumba, ya no clamaba venganza, entraba también en un sueño de descanso. Antonio sonreía cuando me contaba esto. Decía que le gustaba imaginar el rostro de su padre que se sabía vengado. Y entonces “El Negro” dejaba de ser fusil. “El Negro” ya no disparaba muerte. “El Negro” era un perro con el que se anda silbando en el camino.