Así fue como Los Beltrán y el Cártel de Sinaloa reclutaron a Genaro García Luna
El Barbas se acomodó frente a Zambada. Transcurrieron unos minutos antes de que comenzara el diálogo. En la antesala de cualquier negociación de importancia, era costumbre de Arturo Beltrán, casi una especie de mantra o superstición, primero beber unos tragos en silencio. El Barbas paladeó el whisky con hielo, que miró abstraído en el fondo del vaso que sostenía entre las manos. Con la mirada —contó el Grande—, el Barbas ordenó a sus hombres que lo dejaran solo
El sol ya se había ocultado. El aire fresco de mediados de septiembre comenzaba a soplar sobre las casas de la colonia Las Quintas. Un convoy, rechinando a toda velocidad, desperezó la mansa calma de esa tarde de Culiacán. El primero en descender de una camioneta fue Sergio Enrique Villarreal Barragán, alias el Grande, jefe de escoltas de Arturo Beltrán Leyva, el Barbas. Después, rodeado de media docena de hombres armados, el Barbas se apeó.
Era 2006. La alianza entre los cárteles de Sinaloa y de los hermanos Beltrán Leyva vivía sus mejores momentos. Ninguna de las cúpulas de estas dos organizaciones criminales hacía movimientos de importancia sin antes consultarlos con la otra parte. Esa era la fórmula que hasta ese momento les había dado la posibilidad de mantener la preponderancia en el tráfico de drogas.
Era la base que había permitido que La Gerencia —como se conocía a la alianza de estos dos cárteles— fue la organización criminal más importante de México. El Barbas —según contó en prisión Sergio Enrique Villarreal—, viendo a todos lados, cruzó de prisa la calle. No hubo necesidad de tocar. La puerta de la casa donde sería la reunión estaba abierta.
Dentro, como si fuera el cliché de una película de narcos que tanto gustan a Hollywood, Ismael Zambada García, el Mayo, esperaba sentado sobre un mullido sofá de piel, rodeado por tres de sus escoltas. Una sonrisa, un apretón de manos y la entrega de una botella de Buchanan’s y un vaso para que se sirviera fue el saludo con que recibió al Barbas. La reunión entre ambos había sido convocada por Ismael Zambada.
El objetivo, que hizo desplazar a Arturo Beltrán Leyva desde Cuernavaca hasta Culiacán en un vuelo en avioneta de más de tres horas, era establecer el acuerdo y las formas en que La Gerencia impulsaría la postulación de Genaro García Luna para ser el nuevo secretario de Seguridad Pública en la administración del presidente Felipe Calderón, que estaba por comenzar. Genaro García Luna, el Licenciado, como se le llamaba dentro de los cárteles de Sinaloa y de los Beltrán Leyva, era un viejo conocido del Barbas y del Mayo.
Desde que fue coordinador general de Inteligencia de la Policía Federal Preventiva, en el inicio del gobierno del presidente Vicente Fox, García Luna había prestado ya algunos servicios a La Gerencia. El más importante había sido facilitar la fuga de Joaquín Guzmán Loera, el Chapo, de la prisión federal de Puente Grande, en Jalisco.
El Barbas se acomodó frente a Zambada. Transcurrieron unos minutos antes de que comenzara el diálogo. En la antesala de cualquier negociación de importancia, era costumbre de Arturo Beltrán, casi una especie de mantra o superstición, primero beber unos tragos en silencio. El Barbas paladeó el whisky con hielo, que miró abstraído en el fondo del vaso que sostenía entre las manos. Con la mirada —contó el Grande—, el Barbas ordenó a sus hombres que lo dejaran solo.
Únicamente, como también era su costumbre, le pidió a su jefe de escoltas permanecer en la sala. Ismael Zambada hizo lo propio. Sólo se quedó su jefe de seguridad, Manuel Tafolla, el Meño. De los cuatro, nada más los dos principales tenían derecho a la palabra. “Los escoltas éramos de palo; sólo estábamos para servir de meseros y confidentes”, referiría el Grande años después, hacia finales del 2010, dentro de las mazmorras de la cárcel de Puente Grande, donde deleitaba a la concurrencia de presos que escuchábamos desde nuestras celdas sus historias nutridas de detalles, y donde desgranó la historia —entre otras— de cómo operó La Gerencia para colocar a García Luna como secretario de Seguridad Pública.
Tras terminar su primer vaso de whisky, el Barbas centró su atención en su interlocutor. No hubo necesidad de antecedentes, ya habían sido hablados por teléfono. Fue directo al grano. Le preguntó a Ismael Zambada cuál sería la estrategia para influir en el entonces presidente electo Felipe Calderón, a fin de que se decidiera por el Licenciado para dejarlo al frente de la seguridad pública del país, tal como convenía a La Gerencia. Ismael sonrió y le contestó:
—El dinero.
El soborno era un camino que ya tenía bien andado el jefe conjunto del Cártel de Sinaloa. Y el antecedente con García Luna ya lo había establecido Jesús Zambada García, alias el Rey, hermano del Mayo, quien por instrucciones de este había contactado al Licenciado para pagar varios millones de dólares a cambio de posibilitar la primera fuga de Joaquín Guzmán Loera.
El Barbas también sabía de la proclividad de Genaro García Luna al soborno. Él mismo había hecho llegar algunos pagos al Licenciado, con la ayuda del abogado Óscar Paredes, para obtener información sobre las averiguaciones previas que se emitían desde la entonces Procuraduría General de la República y que involucraban a miembros de su cártel. Sin embargo, ahora no se trataba de sobornar a García Luna, sino al propio presidente de la República, para que accediera a las ambiciosas intenciones de La Gerencia de tener un secretario de Seguridad Pública a modo.
El Barbas y el Mayo estaban tocando a la puerta de la historia, intentando llegar hasta donde ningún otro narcotraficante en México había podido: corromper el poder presidencial.
—¿Y cómo vamos hacer para llegar hasta el presidente? —inquirió el Barbas, consciente de que el dinero necesario para la encomienda era lo de menos.
El Mayo no borraba la sonrisa de su rostro. Se dio tiempo de servirse otro trago antes de contestar.
—Allí está la respuesta —dijo, mirando fijamente a Sergio Enrique Villarreal, que permanecía sentado en una esquina de la sala y que fue sorprendido mientras encendía un cigarro Marlboro.
El Barbas volteó a ver a su jefe de escoltas y también se le iluminó el rostro. Eso le daba confianza. Si de algo presumía Arturo Beltrán, era de su desconfianza. En todos los acuerdos que estableció con el Cártel de Sinaloa siempre buscó mantener el control de las operaciones, y para ello invariablemente exigía la intervención del hombre en quien depositaba toda su escasa confianza, incluso su misma vida. Por eso se sintió tranquilo ante aquella posibilidad.
—Él nos va acercar con el presidente Calderón —sentenció el Mayo—. En nuestro amigo va a recaer la responsabilidad para que el Licenciado sea el secretario de Seguridad Pública, cueste lo que cueste.
A la luz de los años que pasaron desde aquel momento, el Grande comentaría dentro de la cárcel de Puente Grande que en un principio se sintió desconcertado por la encomienda. “Ni puta idea tenía cómo era que ‘El Mayo’ quería que yo me acercara al presidente de la República, para llevarlo a designar a uno de los miembros más importantes del gabinete”. Luego todo cobró sentido.
El Mayo siempre ha sido de pocas palabras, pero de ideas concretas. Con la atención del Barbas y del Grande puesta en él, el Mayo expuso su plan. Fue directo. Les explicó que el círculo del presidente Calderón era reducido, pero que quienes estaban dentro de él ejercían un alto grado de influencia sobre sus decisiones políticas. Después mencionó a uno de los hombres más cercanos a Felipe Calderón: Guillermo Anaya Llamas.
“Cuando ‘El Mayo’ mencionó el nombre de mi pariente”, narraría en prisión Sergio Villarreal, “todo tuvo sentido; Guillermo Anaya era cuñado de mi hermano Adolfo [Hernán]. Desde que él fue presidente municipal de Torreón trabamos buena amistad, por eso nos decíamos parientes”. Fue entonces cuando el Grande se dio cuenta de que la encomienda de llegar al presidente de México sería algo menos que fácil, con toda la posibilidad de éxito.
Ni Arturo Beltrán ni mucho menos Sergio Villarreal pusieron objeción a la propuesta del Mayo. Menos aún cuando Ismael Zambada dijo que no escatimarían en dinero y que el Grande contaba con todo el apoyo de recursos y logística para abocarse a esa tarea. Sugirió que el contacto con el presidente Calderón se diera a la mayor brevedad.
La reunión de Culiacán entre Arturo Beltrán e Ismael Zambada, de la cual Sergio Enrique Villarreal salió con la mayor encomienda criminal que hubiera recibido hasta entonces, no duró más de media hora. Como colofón del encuentro, el Barbas sirvió un vaso de whisky y lo llevó hasta la esquina donde estaba el Grande. Se lo entregó en la mano. Los tres brindaron por el éxito del proyecto y la segura posibilidad de llevar a García Luna a la Secretaría de Seguridad Pública.
La despedida fue efusiva, relató el Grande. Arturo Beltrán e Ismael Zambada se abrazaron. Se desearon suerte. En un acto que el Grande nunca había visto en la parca personalidad de Ismael Zambada, este lo abrazó también. Le encargó resultados lo más antes posible y signó su confianza con dos manotazos suaves que le dio a Sergio Villarreal sobre el cachete izquierdo.
Con la misma fiereza con que había llegado, el convoy de Arturo Beltrán se retiró de la casa de seguridad del Mayo, en la colonia Las Quintas. Enfiló hacia el aeropuerto de Culiacán. No hubo diálogos dentro de la camioneta en la que viajaban el Grande y su patrón. Todo estaba dicho. Desde ese momento, ayudar a Genaro García Luna a escalar en su carrera política fue la prioridad de Sergio Enrique Villarreal Barragán, como emisario de los cárteles de los hermanos Beltrán Leyva y de Sinaloa.
Esa misma noche, el Grande planeó el acercamiento formal con Felipe Calderón. Mientras el convoy circulaba a gran velocidad sobre el bulevar Emiliano Zapata, con dirección al aeropuerto de Culiacán, el Grande llamó a su pariente Guillermo Anaya, que entonces ya era senador de la República por el PAN. Le dijo que necesitaba reunirse con el presidente Calderón.
La llamada no pudo ser más oportuna: Guillermo Anaya y su esposa, María Teresa Aguirre Gaytán, estaban organizando la fiesta de bautizo de su hija, cuyos padrinos serían Felipe Calderón y Margarita Zavala. El evento tendría lugar en menos de diez días, el 25 de septiembre, en la parroquia de la Encarnación, en la ciudad de Torreón. En esa llamada, Guillermo Anaya invitó al Grande a la recepción que se ofrecería después del acto sacramental. Ahí tendría la posibilidad de hablar con el entonces presidente electo Felipe Calderón y con ello cambiar la historia de la relación del narco con el gobierno federal.
Sergio Villarreal relataría más adelante que, tras la llamada con su pariente, no pudo menos que sentir una gran satisfacción. Apenas cortó la comunicación, con la certeza de que nunca había fallado en ninguna de sus encomiendas, buscó la mirada de Arturo Beltrán para hacerlo partícipe de su logro.
—Ya estuvo, jefe —le dijo para su propia tranquilidad—. Voy a ver al presidente, en unos días. Ya puede dar por un hecho que el Licenciado será nuestro secretario de Seguridad Pública…El Barbas se limitó a sonreír. La rueda de la historia había comenzado a rodar.