La breve historia de Nautla, la niña de Guatemala que murió a causa de la minería
A los 13 años, cuando su cuerpo debería embarnecer para ser la mujer que deseaba nacer desde adentro, se comenzó a apagar. Ella estaba consciente de su muerte. La asumió de una forma estoica. Ni la debilidad de sus piernas, los mareos constantes y cada vez más prolongados o el descarnamiento de sus uñas le impidieron sonreír hasta el último momento de su existencia.
Por. J. Jesús Lemus
Otra vez el aire de Guatemala me llevó a Nautla. Su sonrisa me tomó por asalto. Su mirada se volvió a clavar en mi pensamiento. El aire húmedo de la selva -otra vez- me puso delante de ella: la miré cansada y agotada, pero con unas inmensas ganas de vivir. Quiero decir que otra vez lloré por Nautla con el mismo dolor que me atravesó el día de su muerte.
A Nautla la conocí 15 días antes de que muriera. Ella tenía apenas 13 años de edad. En su mirada brillaba la esperanza, pero su cuerpo, sin decirlo, evidenciaba el mismo fin del mundo. Nautla era de Guatemala. Vivía en el pueblo de La Laguna, en donde se refugió con sus padres, para huir de la devastación minera.
Nautla, junto con sus padres, salió huyendo de San Miguel Ixtahuacán, para escapar a la muerte que detrás dejaba la contaminación de la mina de oro San Martín, la que explota la empresa Montana Exploradora de Guatemala, una minera filial de la canadiense Gold Corp.
A los 13 años, cuando su cuerpo debería embarnecer para ser la mujer que deseaba nacer desde adentro, se comenzó a apagar. Ella estaba consciente de su muerte. La asumió de una forma estoica. Ni la debilidad de sus piernas, los mareos constantes y cada vez más prolongados o el descarnamiento de sus uñas le impidieron sonreír hasta el último momento de su existencia.
Nautla murió con una sonrisa en los labios. Quiso de alguna forma dejar constancia de que aun dentro de la desgracia, la condición humana puede encontrar un resquicio de alegría para la tranquilidad de los otros. Sonrió antes de su último suspiro para aminorar el dolor de sus padres, a los que les arrancó la mitad de la vida con su partida.
A Nautla la conocí en uno de sus extraños viajes de los que prodiga el trabajo de reportero. De esos viajes que sabes donde comienzan, pero nunca te imaginas en donde habrán de terminar, ni mucho menos las huellas que se habrán de troquelar en el alma y la conciencia. La conocí a mediados del mes de julio del 2018. Desde entonces, ni su risa, ni sus ojos, menos su breve vida, me han dejado quieto.
Su recuerdo es un látigo que lacera las silenciosas noches de insomnio en las que suelo recostarme. Su breve existencia es una punta fría que se me clava en el estómago. Su reclamo al derecho de vivir, es el motor de mis dedos para escribir esta su historia que comienza donde ella murió.
Nautla vivía en la comunidad de La Laguna, a 175 kilómetros del municipio de Sayaxché, en el departamento de Petén, casi en los límites de Guatemala con México, a donde –otra vez- por azares del destino regresé hace unos días para un nuevo trabajo periodístico.
Cuando conocí a Nautla yo había llegado al pequeño pueblo de Sayaxché con la intención de continuar la investigación de la devastación minera que en Guatemala no es distinta a la que se vive en México.
Mi intención era dar a luz a un nuevo libro que hablara del problema minero en Centroamérica, a manera de continuación al libro “México a Cielo Abierto”, que al escribirlo me despedazó el alma. No tenía ni la menor idea de que lo que lo que encontraría en Guatemala cambiaría no solo la ruta de mi investigación, sino mi propia vida.
Me hospedé en el hotel San Francisco, en espera de encontrarme con mi contacto que había ofrecido guiarme por el subcontinente para ubicar los sitios de reserva minera que los gobiernos de Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá han ofertado a las trasnacionales; Pablo tardaría en llegar dos días, porque –me explicó por teléfono- estaba participando en un foro contra la minería en la zona de Cobán, al sureste de Guatemala.
Desesperado como soy, y sabiendo que en el periodismo no se puede perder un solo día, menos cuando está en marcha una investigación, no me resigné a la contemplación del paisaje, pese a que era una blasfemia rechazar la invitación a la deliciosa vista de los cerros y montañas teñidos de múltiples tonos verdes y azules. Por eso decidí comenzar por mi cuenta el recorrido planeado.
Mochila al hombro, me dirigí en la zona norte de Guatemala, era el 16 de julio del 2018 y lo supe porque así lo anunciaban los cuetones que decenas de fieles tronaban al aire para celebrar el día de la Virgen del Carmen. Abordé una camioneta de redilas, que por solo tres quetzales ofreció llevarme a la localidad de San Andrés, a la orilla del Lago Petén, donde ya se gestaba un movimiento en defensa del lago.
Sentado en los tablones de la camioneta convertida en transporte público, escuché a dos hombres que -sentados frente a mí- hablaban casi en secreto de lo que hasta ese momento era un tema que no conocía: escuché que hablaban de la “pobre gente de La Laguna”, que les había “caído” la policía, que habían dejado “casi medio muerto” a uno de los defensores del lago, y que “la gente, ya se estaba saliendo del lugar”.
No lo pude evitar. Con el mayor de los sigilos, escogiendo las palabras para no causar recelos, pregunté qué había pasado. El más joven de ellos, de apenas unos 30 años de edad, que luego supe se llamaba Mario, me dijo que los pobladores de La Laguna estaban siendo obligados a dejar su comunidad, porque las tierras de La Laguna –que habían sido de ellos desde siempre- las pretendía ocupar “el gobierno federal de Guatemala, para construir unos hoteles”.
La intuición o la terquedad, todavía no sé qué fue, me hizo preguntar cómo llegar a La laguna desde San Andrés. Me explicaron que no había transporte público, que la única forma de llegar era caminando o rentar una mula en el poblado de Sacpuy. Después de pasar la noche en un cobertizo de la policía de Sacpuy, me decidí por la primera opción.
Luego de 12 horas de camino, a paso lento obviamente, cruzando sembradíos y áreas espesas de selva, se abrió a mis ojos, casi a las cuatro de la tarde, un verdadero paraíso: un puño de casas de madera mal acomodas, que exhalaban humo por todas las rendijas; una laguna verde que la acariciaba el viento; una manada de perros, y unos niños que jugaban al balón, y que detuvieron el juego para verme, me dieron la bienvenida.
Me preguntaron que si yo era el Padre que les daría la comunión al día siguiente. Solo sonreí ante la ingenuidad de los que me rodearon. Aun no terminaba de quitarme el sombrero para limpiar el sudor que me corría en la frente, cuando tres hombres salieron a mi encuentro.
Con la naturalidad del que no deja de ser niño a pesar de las responsabilidades de adulto, uno de aquellos hombres me tendió la mano, y aun sin saber mis intenciones me abrazó. Otro insistió en cargar mi mochila, y el tercero simplemente puso su mano en mi pecho, como tocándome el corazón.
No los decepcioné cuando les dije que yo no era el sacerdote. Hasta sentí en ellos el abandono de una carga cuando les expliqué que solamente era un periodista, y que me había llevado hasta ese lugar la necesidad de conocer las razones por las que la comunidad estaba siendo empujada al desplazamiento. Mario, el que tocó mi pecho y que era el mayor de los tres, todavía no sé por qué, agradeció mi presencia.
Me llevaron a la casa del Patriarca. En el trayecto de no más de 200 metros de camino, José, el que intentó vanamente cargar mi mochila, me explicó de manera breve la desgracia de la comunidad: La Laguna Larga y toda la tierra que la rodea, es ambicionada por el gobierno federal para entregarlas en concesión a varias empresas internacionales que pretende hacer allí un centro turístico. Y, naturalmente, las más de 200 familias, les estorban.
El Patriarca, José Chacón, me recibió en la puerta de su casa. Su minúscula figura y sus pequeños ojos negros eran el principal contrasentido del liderazgo que mantenía en la comunidad; con solo un movimiento de cabeza hizo que mis tres acompañantes se retiraran a más de dos metros de distancia. Él me invitó a pasar. Me ofreció un banco de madera y nos sentamos entorno a una mesa metálica con el letrero de Coca Cola al centro.
La plática fue larga. Hablamos de la problemática del despojo. De las familias que ya habían abandonado la comunidad, de la falta de atención médica, de la necesidad de conservar el suelo y el agua. De lo único que no hablamos fue de la pobreza lacerante, porque esa no necesitaba mayor explicación. Cuando menos acordamos Natalia, una de las hijas de José Chacón, ya estaba sirviendo tortillas y frijoles para la cena.
El Patriarca me ofreció quedarme en su casa, para que al día siguiente pudiera hablar con otras familias, como se lo solicité inicialmente, y poder hacer mi trabajo de reportero. Me brindó un rincón en aquel espacio no mayor de 30 metros cuadrados donde habitaban silenciosamente, además de su mujer y sus dos hijas, dos camas, un ropero, la mesa y el fogón. Con los cartones de dos cajas de pañales, de donde vació ropa y algunos trastos de cocina, me preparó una cama, que fue mi espacio de reflexión y redacción en los siguientes quince días.
En la comunidad de la Laguna Larga amanecía distinto a cualquier otra parte de los suelos en donde he dormido: desde las cinco de la mañana se escuchaba el trajinar de los hombres que se iban a la labor. Un viejo molino -que machacaba el aire como un tren que se despide lenta y dolorosamente- siempre llamaba a las mujeres a llevar a moler el nixtamal para las tortillas del día. Los techos de láminas y palmas se desperezaban con los primeros rayos del sol que se reflejaban en la laguna ¿Y el viento? ese siempre llegaba cargado con la humedad de la selva.
Era un pedazo de paraíso en la tierra, aunque las familias que lo habitaban ya estaban viviendo su propio infierno a causa del hostigamiento oficial que tenía como fin el desplazamiento de todos. Yo simplemente era un perro callejero que apenas le abrían la puerta salía a husmear entre la maraña de calles mal trazadas y casas con paredes de madera, que detrás de sus rendijas siempre escondían unos ojos delatados por la risita y el cuchicheo de observar el paso del extraño.
Así llegué a la casa de Nautla, la niña “que trajeron enferma de la mina”. Ella llegó de San Miguel Ixtahuacán, en las inmediaciones en donde opera la mina de oro San Martín, propiedad de la empresa Montana Exploradora de Guatemala S.A., filial de la canadiense Gold Corp.
Los padres de Nautla decidieron ir a La Laguna porque el doctor les dijo que a la pequeña le hacía daño el agua que corría por San Miguel. Por eso ocuparon un terreno de los abuelos maternos, donde levantaron –como muchos- una pequeña casa de madera con techo de palmas y láminas metálicas.
Cuando la conocí, Nautla estaba sentada en una silla al sol. Escondía las manos entre sus rodillas. Con su mirada escudriñaba por horas el silencio de la calle. Cuando el sol le comenzaba a quemar la cabeza, ella misma -con dificultad- recorría su silla hacia la sombra del tejaban, para seguir con su labor contemplativa. A veces hablaba con su perro, “El Pinto”, que se había convertido en su guardián desde hacía más de cinco años.
El encuentro no fue fortuito: salí a buscar a la niña luego de dos noches de una plática larga y tendida con José Chacón, quien me contó la breve historia y de cómo los médicos ya habían desahuciado a la niña.
Cuando la vi, Nautla ya me había visto; yo iba subiendo la calle revisando las casas para encontrar aquella que tenía tejaban y dos morillos que soportaban una hamaca. Desde lo lejos sentí su mirada. La reconocí por las señas que me dio el Patriarca:
Tenía 13 años. Su cara redonda la adornaban dos trenzas largas y negras que le bajaban hasta la altura de los codos. Lo moreno de su piel parecía que poco a poco la abandonaba para tornarse cada vez más amarillo. De sus manos ya se le habían desprendido casi todas las uñas, solo le quedaban las de los dedos anular derecho y medio izquierdo, que todavía tenían rastros de un esmalte viejo entre nácar y rosado.
-¿Tu eres Nautla? –le pregunté, mientras me acercaba sigiloso.
Ella, simplemente sonrió. Sus ojos brillosos y castaños era lo único de su cuerpo que parecía no estar enfermos. A pesar del padecimiento su mente era lúcida. Era lo único que no se le había enfermado, me dijo después.
-Sí –respondió acompañando la afirmativa con un movimiento ligero de cabeza, sin quitar la mirada de mis botas polvorientas, al tiempo que también me cuestionó-: ¿Tú vienes de la mina?
-No. Soy periodista y vengo a conocerte. Quiero platicar contigo…
-¿Para qué? –Me interrumpió- ¿Voy a salir en la Tele? –Preguntó entre alegre y sarcástica.
-No. –Le respondí temiendo decepcionarla- Yo solamente escribo, y quiero contar tu historia.
Intenté acercarme a ella al momento que le tendí la mano para saludarla, pero “El Pinto” me peló los dientes. Se puso a la defensiva. Nautla aquieto a su perro con un “shhh”, lo que hizo que el animal se volviera a echar a sus pies.
-Es muy nervioso –me explicó- y no puedo saludarte porque mis manos me duelen –dijo al tiempo que me mostraba sus dedos sangrados y descarnados desde la raíz de las uñas.
-¿Cuánto tiempo llevas enferma?
-Ya voy a cumplir un año… En agosto, cumplo un año de que me llevaron por primera vez al hospital.
-¿Sabes de que estás enferma?
-Sí. De la sangre. Tomé agua envenenada del pozo y eso fue lo que me enfermó…
La plática fue interrumpida por Rosalía, la madre de Nautla, la que al escuchar las voces a la puerta de su casa salió para ver con quién hablaba su hija. La saludé y me presenté. La natural sencillez de esta gente volvió a salir a flote: sacó dos sillas y los tres nos hicimos hacia el cobertizo para refugiarnos del sol que ya comenzaba a calar. Nautla no quiso que le ayudarán con su silla.
-Yo puedo. Todavía puedo moverme –refunfuñó mientras con las rodillas empujaba la silla que trastocó dos veces en el disparejo piso de tierra.
La cara alegre y amable de Rosalía se tornó en un rostro de tristeza. Sin dejar ver cómo le escurrían las lágrimas, contó cómo a causa de la contaminación de la Mina San Martín, la mayoría de los pozos de agua en San Miguel Ixtahuacán habían quedado inservibles para el uso de la gente; muchos niños comenzaron a enfermar, y la familias completas tuvieron que salir para ponerse a salvo del agua envenenada.
-Nautla está enferma de Saturnismo –explicó Rosalía al tiempo que apagaba sus sollozos-. Dijo el doctor que se está envenenando con el plomo y cianuro que sale de la mina. Por eso nos venimos para acá, con mis papás, donde el agua está limpia, para ver si eso le ayuda a componerse.
Nautla no dijo nada. Con trabajos se puso en pie. Puso una mano sobre la cabeza de su madre, como para darle algo de resignación, al tiempo que le mesaba los cabellos. Las dos lloraron abrazadas durante interminables minutos. Mientras, “El Pinto” y yo nos mirábamos con los mismos ojos de perro.
Cuando cesó el llanto, Nautla anticipó su destino:
-Me voy a morir pronto –dijo mirándome con los ojos inundados-. Tú debes escribir esto para que no sigan muriendo más niños por la contaminación del agua.
La encomienda la sentí como la más grande carga que en mis más de 30 años de periodismo algún entrevistado me haya hecho. Luego hablamos de otras cosas, como para destensar la tristeza. “El Pinto” fue el objeto de nuestra platica. Parecía que el animal sabía que hablábamos de él. Paró las orejas y se acercó a Nautla para que le sobara el lomo. Ella me contó, sin quitarle la vista al animal, cómo llegó a su casa un día de lluvia y cómo desde entonces se quedó y formó parte de la familia.
La tarde nos encontró hablando de “El Pinto”, la mina, la vida en La Laguna, del arrebato del agua y el territorio que han hecho algunas mineras en la zona oriente y norte de Guatemala, y de cómo la gente de este país ha tenido que encarar con protestas la explotación contaminante del suelo. Después, Nautla dijo que se sentía cansada y que quería dormir.
Rosalía no dejó que Nautla se fuera a la cama sin que se tomara el caldo de gallina que le había preparado. Ella antepuso una condición; me pidió que la acompañara a comer y que le contara cómo era México. Que le contara cómo era el mar y la Ciudad de México. Que le hablara de los charros. Que le contara quién era yo, y que le hablara del trabajo de los periodistas.
Tras la comida Nautla se recostó en su cama. Su madre la acomodó cuidadosamente y la arropó. Antes de cerrar los ojos me pidió que le contara cómo viven los niños en México; le expliqué que en muchas regiones de mi país las condiciones de vida de los niños, no son distintas a las que viven los de Guatemala, que también los lacera la pobreza, la contaminación, la escasez de agua y sobretodo la violencia.
Le conté historias de valor de los niños que he encontrado a lo largo de mi trabajo periodístico por todo el país: le hablé de los niños enfermos por las minas en Sonora, de los niños con hambre en Chihuahua, de los niños de la calle en la Ciudad de México, de los niños presos en Tamaulipas, y de los niños autodefensas de Michoacán y Guerrero. Todo con matices de valentía y a veces de humor, para no hacer más negro el deporsi oscuro panorama que Nautla misma tenía frente a su vida que se le escapaba.
Cuando Nautla quedó súpita ya había caído la noche. Mientras Rosalía y “El Pinto” me miraban desde el otro extremo de la casa, me levanté de los pies de la cama y caminé despacio hacia la puerta. Con un ademan de silencio me despedí con la promesa de regresar al día siguiente para seguir platicando con Nautla.
En la posada que me brindó José Chacón, tendido sobre los cartones que tenía como cama, esa noche no pude dormir. No solo eran los ojos tristes de Nautla y su desgarradora historia lo que me apachurraba el corazón, también era mi papel de periodista, que en medio de aquella situación no podía hacer nada. Me laceró el cuestionamiento moral de saber si solo con la denuncia de un hecho se podría cambiar la realidad, y si era válido éticamente mi sentimiento personal con la protagonista de esta historia.
José Chacón sintió el desconcierto en mi entorno. Olfateo en el aire mi insomnio. Sentado desde su cama, mientras yo daba vueltas para tratar de dormir, me habló quedito para no despertar a su mujer y a sus dos hijas:
-Periodista, levántate –me dijo mientras se ponía la camisa y se amarraba los huaraches-. Ven. Vamos para afuera.
Apenas cerró la puerta, nos sentamos en suelo. Con unos pedazos de leña hizo una pequeña fogata y sacó de entre sus ropas una botella de aguardiente. La destapó y me dio a beber. Luego, él también le dio un trago largo a la botella. Si mirarme, con los ojos clavados en las llamas que entibiaban el ambiente, me preguntó:
-¿Qué es lo que no te deja dormir?
-Estoy pensando en Nautla. Pienso que una vida así no debe terminar tan pronto. Que es injusto lo que están viviendo las gentes de San Miguel, por la contaminación del agua…
-Todo lo que estamos viviendo los pueblos indios de Guatemala es una injusticia. Tenemos todo para ser felices y no lo somos, porque el gobierno nos quiere dejar sin nada. Si nos quitan el suelo y el agua, nos quitan también la vida. Ya lo estamos viendo, nos quieren matar de sed, por eso están envenenando el agua.
La plática sobre el arrebato del agua y el suelo duró no sé cuánto, pero fue el suficiente para tomarnos aquella botella de tres cuartos de Quetzalteca Especial, con la que José Chacón terminó llorando por la desgracia de los niños enfermos de la zona de San Miguel. Moqueando se lamentó por Nautla. De ella dijo que llegó para unir a todos en la lucha por la defensa de La Laguna. Porque antes había división, pero al conocerse su caso, ningún vecino de La Laguna quiso para sus hijos una enfermedad como la de ella.
Al día siguiente, apenas el molino del pueblo comenzaba a dar sus primeros alaridos de alegría por la molienda, me dirigí a la casa de Nautla. Todavía estaba oscuro cuando cruce las cuatro calles que distaban desde la casa de José Chacón. “El Pinto” me recibió con dos ladridos que hicieron que saliera Carlos, el padre de Nautla. Él no rompió el patrón de sencillez y amabilidad. No hubo necesidad de presentación, porque Rosalía –supuse- ya le había dicho que un periodista las había visitado.
Nautla ya estaba despierta, aunque seguía recostada. Carlos me sentó a la mesa y tomamos café. Le explique de mi trabajo periodístico que intentaba hacer, y él agradeció que yo pudiera denunciar el despojó que se estaba haciendo a todos los pueblos indios de Guatemala. Lloró en silencio cuando dijo que lo único que tenía -su hija-, lo iba a perder por culpa de la minera. Yo me acordé de mi hija y no quise ni por asomo estar en la misma posición que Carlos.
Nautla se levantó con la ayuda de su madre y también se sentó a la mesa. Sus trenzas estaban desmarañadas pero su sonrisa era la misma. Iluminaba. Sus ojos brillaban más a la luz de la vela, y el amarillo de su rostro se notaba más intenso. Con dificultad tomó el pocillo donde Rosalía le había servido un té de canela y apenas lo probó con dos sorbos.
-Mira –me mostró con inocencia su mano izquierda-, ya se me cayó la otra uña.
Rosalía dejó de peinarle su cabello y se dirigió a la cama de Nautla. Sacudió las cobijas y comenzó a pasar la mano sobre la sábana, hasta que en la penumbra dio con la uña desprendida. La tomó amorosamente entre sus manos y se salió corriendo al patio.
-La va a enterrar- Me explicó Carlos en un susurro, al ver que yo la seguía con curiosa mirada-. Así ha enterrado las otras uñas que se le han caído a mi niña, porque es una forma de aquietar a la tierra, para que no pida el cuerpo de Nautla –me explicó-.
Nautla, con inocencia, simplemente sonrió. Después, Carlos apuró el café y lo bebió de dos tragos. Se alistó para la labor. Le pidió a Rosalía la bendición, antes de irse a trabajar, como se la había pedido todos los días de los últimos 14 años que llevan de matrimonio.
-Ya vamos a levantar el frijol –dijo mientras Rosalía lo persignaba-, y siempre necesitamos la ayuda de Diosito –me explicó sin quitarme la mirada-.
Carlos puso su mano en mi hombro derecho y salió apuradamente, como si el frijol se fuera ir antes de que él llegara. Rosalía lo acompañó hasta la puerta; desde el quicio todavía con la mano como espada trazó una serie de cruces en el aire, en espera de verlo de regreso en la noche.
Nautla me sacó de mi abstracción.
-Cuéntame de los niños autodefensas de Michoacán…
Antes de contarle la historia del “Niño de la Guerra”, metí la mano a mi mochila y saqué dos paquetes de galletas y un sobre de chocolates confitados –de los que siempre cargo en mis viajes-. Su alegría me desagarró. No recordaba cuando fue la última vez que se comió un chocolate, me confesó. Platicamos mucho. Solo nos interrumpió la salida del sol, cuando Nautla quiso que le ayudara con la silla para sentarse afuera de la casa, donde la conocí.
El sol nos estuvo recorriendo a la sombra del tejaban. Ella estaba abstraída en las historias de los niños mexicanos que le contaba. Solo me interrumpía para preguntar detalles de la narración. A veces abría sus ojos de asombro. A veces acercaba más su cara, como para escucharme mejor. Otras, simplemente perdía la mirada en el largo de la calle, imaginando solo Dios sabe qué.
Entre la plática, donde nos turnábamos nuestras historias, nos sorprendió la tarde, y luego la noche, y luego el día siguiente, y el otro, y otro más, hasta que sin querer fueron 11 días de una familiaridad no programada. En esos once días la salud de Nautla fue en detrimento: perdió la última uña que le quedaba en el dedo anular de la mano derecha. Cada vez le fue más difícil comer. Dejó de beber agua, y no se volvió a levantar de su cama.
La última plática que tuvimos, fue un 28 de julio. Con esfuerzo me dijo su dolor por saber que iba a morir. No quería dejar de ver las montañas y lo verde de la laguna. Dijo que iba a extrañar mucho a sus papitos. Que le dolía verlos llorar por ella. Que le hubiera gustado crecer sana, tener hijos y ser maestra de una escuela. Que también quería ser “doctora” para defender a los pueblos indígenas y a todos los niños enfermos.
No quería –dijo Nautla en su lecho de muerte- que el mundo se acabara. Que los animales se murieran por no tener donde dormir sin bosques ni selvas, ni agua para beber. Dijo que la tierra, por culpa de las minas, estaba enferma. Y que la tierra era como ella: que se estaba muriendo, porque los hombres simplemente no la habían podido entender.
También dijo que los bosques, Dios los había hecho para que nos dieran alimentos. Que si cortábamos los árboles, era como si a nosotros mismos nos cortaran los brazos y las piernas:
-No sabríamos que hacer. No nos podríamos mover. Y terminaríamos muertos, muy rápido.
De la Laguna dijo que le daba mucha tristeza, porque su agua ya no serviría para regar las plantas y los cultivos, y que también se iba a morir si alrededor de ella construían los hoteles, que pretende el gobierno de Guatemala
-El agua es para mover a la gente, a la naturaleza, no es para las minas ni para las fábricas; ellas no nos dan oxígeno, ni son parte de nosotros…
Luego se quedó dormida. Rosalía, con el llanto en los ojos, le mojaba los labios resecos con un algodón que sumergía en un pocillo de agua con una cucharada de azúcar y media de sal. Nautla tenía la respiración muy agitada. Abría a veces los ojos. Sin borrar su sonrisa, le dijo a su mamá que tenía mucho frío y mucho sueño. Yo me despedí silenciosamente de Carlos y Rosalía, con la promesa de regresar al día siguiente, en espera de verla mejor.
Yo estaba recostado y entredespierto, cuando a las 3:45 de la mañana tocaron a la puerta de la casa de José Chacón. Era la voz de Carlos la que llamaba desde la calle al Patriarca de la Comunidad. No era usual que el Patriarca fuera despertado a deshoras de la noche. Eso solo ocurría en casos de extrema urgencia, como de enfermedad grave o de la muerte de alguno de los pobladores.
Escuché el llanto de Carlos y algunos susurros de Jose Chacón. Deduje inmediatamente la tragedia. José Chacón entró a la casa, se puso una chamarra, y aun cuando sus hijas, su esposa y yo estábamos a la expectativa, dijo sin decirle a nadie:
-Se murió la niña.
No puedo negar que la noticia me dolió. José Chacón salió para hacer los arreglos oficiales para el funeral de Nautla. Yo, por vergüenza con las mujeres de José Chacón, apenas pude contener el llanto. Escondí el rostro, igual que lo hicieron ellas.
Yo no pude hacer otra cosa que simplemente arreglar mi mochila. Con un dejo de dolor y enojo desojé de mi cuaderno de apuntes el texto que le había comenzado a preparar a Nautla esa misma noche, donde le explicaba el origen náhuatl de su nombre. Me amarré las botas y tomé el sombrero viejo que me había regalado José Chacón.
Miré en la penumbra los tres bultos sentados sobre las orillas de sus camas en que se habían convertido la esposa y las hijas de José Chacón. Me despedí rápido de las tres y salí de la comunidad de La Laguna sigilosamente, como había llegado. No tuve el valor de ver a Nautla muerta, ni a sus padres más desgarrados por el dolor. Decidí llorarle a Nautla a mi modo.
Mientras desandaba el camino a Sacpuy, en la madrugada cálida y lluviosa de aquel primero de agosto, no caminé solo. Los amorosos cuidados de Natalia me acompañaron. El cálido recuerdo de Carlos y Rosalía se me cargó en la espalda. La fidelidad del Pinto me sacudió. La bonhomía de José Chacón y su esposa Jovita se me metieron hasta los huesos.
Desde el cielo, una luna que escampaba brillosa, como los ojos de Nautla, iba catando a mi lado el recuerdo de la niña y su canción favorita “Luna de Xelajú”, la misma canción que una marimba en la plaza de Antigua otra vez hoy me hizo recordar y volver a llorar en silencio el amoroso recuerdo de Nautla…